Es una suerte de mundo paralelo, con apariencia de institucionalidad, en el que sin embargo campean el robo y la ilegalidad; otro universo de la usurpación; emporio de malandrines con corbata que, con todo, no discurre siempre separado de la legalidad o de la vida institucional, pautada por normas transparentes; sino que entra en contacto con esta última a través de mil hilos invisibles; que la permea con su subcultura de cinismo deletéreo; con su frescura mafiosa que se infiltra en su centro palpitante; allí donde se toman las decisiones y se construyen las representaciones; y en donde se aloja con sus códigos secretos, para poner en funcionamiento la complicidad entre bandidos y para abrir los drenajes de la sustracción tramposa.
El procedimiento siniestro
Los actores de la corrupción se instalan en uno de los terrenos en donde más fluida es la circulación de recursos monetarios en el Estado; en la contratación pública; es decir, en esa forma de acción política en la que las agencias oficiales pagan por los servicios y las obras ejecutadas en manos de los particulares. Por allí marcha como un torrente el presupuesto público para los adelantos y las remuneraciones a las empresas, muchas veces conformadas a última hora; y que reciben el encargo de esas actividades que el Estado necesita para materializar sus políticas.
Paralela y soterradamente toma forma otro circuito, el de los sobornos; con los cuales se paga a los funcionarios el favorecimiento que propicien en la adjudicación de los contratos a determinadas empresas particulares, entre aquellas que aspiran a ser las beneficiadas dentro de las licitaciones o las asignaciones directas.
La adjudicación del contrato cae en manos de la empresa sobornadora. De esa manera, las dos partes engañan al Estado y consiguen unas ganancias repartidas, las mismas que encarnan una fracción tóxica y delincuencial de la plusvalía social, una plusvalía ilegitima que en términos legales se traduce en la configuración del tipo penal “enriquecimiento ilícito”.
En estas operaciones de sobornos y plusvalías bastardas, la empresa capitalista Odebrecht reconoce la entrega de sobornos en Colombia por un monto de 11 millones de dólares, más de 30 mil millones de pesos. Hoy la Fiscalía General después de sus pesquisas tras las huellas de contrataciones ficticias, ha denunciado que el monto es mucho más grande. En todo caso, se trata de utilidades enormes e ilícitas, distribuidas por los circuitos del delito, cloacas que comunican a los empresarios inescrupulosos y a los funcionarios carentes de cualquier principio ético en la vida pública.
La trama y los propósitos aviesos
El intercambio de sobornos y favoritismos en la contratación, despliega la existencia de un tejido descompuesto moralmente pero eficaz técnicamente, tanto para la operación que logra el favorecimiento en la adjudicación, como en la consignación y repartición de las ganancias del delito.
Justamente por tratarse de esto, de un delito, sus acciones demandan la conformación de una cadena de operadores, los que por cierto valorizan sus acciones, de acuerdo con el lugar que ocupen en el mundo de la contratación y en el Estado; que es en donde pueden poner a punto la capacidad de su influencia.
Además de la empresa sobornadora y de los funcionarios sobornados, esos dos polos del eje central en el “emprendimiento” corruptor, aparecen los intermediarios compuestos por varios eslabones; intermediarios que establecen el nexo y que desempeñan su lobby, bajo la sutileza de la oferta tentadora o bajo la presión y el chantaje.
En ese mundo de la intermediación y la oferta venenosa entran en escena los políticos profesionales, aquellos que tengan representación o que al menos mantengan una cercanía con esta última.
Un Otto Bula, confeso tramitador de sobornos ofrecidos por Odebrecht, valoriza su intervención en la operación de corrupción, no por su poder intrínseco, sino por su proximidad al poder de la representación política.
Son sin embargo algunos personajes que detentan la representación política, como congresistas o concejales, los que pueden ejercer una mayor presión sobre el funcionario o una mayor capacidad de seducción; o las dos cosas al tiempo. Este tipo de intermediarios, según su influencia y su poder de amenaza, llegan a disponer de una parte gruesa en las ganancias ilícitas. Así la distribución de la plusvalía criminal responde a productores e intermediarios que extraen una parte de ella, en correspondencia con el lugar que ocupan en la cadena de la producción de ese objeto que se llama corrupción; y naturalmente, también, de la fuerza que simulen poseer o que muestran de verdad.
Ahora bien, la intervención de agentes sociales que provienen del personal político, sumada a la participación de los funcionarios de la administración pública, acaba por dañar irreparablemente al Estado; y lo hace en todo lo que éste encierra de capital simbólico, incluida su legitimación ética, dentro del orden social. Sencillamente esta intervención de los agentes políticos convierte al Estado en una cleptocracia; en un poder social en el que el robo de lo público es el mecanismo que contamina las decisiones y lesiona el sentido de la representación política.
RICARDO GARCÍA DUARTE: Ex rector Universidad Distrital