La llamada polarización no es una enfermedad de la democracia ni una distorsión de la política, sino el modo en que se expresa la lucha de fuerzas, cuyo conflicto es el fruto de la maduración de las contradicciones de intereses presentes en la sociedad. Esta encuesta revela que la derecha está fragmentada y degradada por la calidad tan baja de sus candidatos; y el centro flotante, pulverizado. Cepeda y De la Espriella no son dos adversarios que ha puesto el azar. Ambos encarnan dos caminos y dos proyectos antagónicos que definirán el rumbo que ha de tomar este país: o retomar la vía de la barbarie, el paramilitarismo y el narcotráfico, o seguir avanzando poco a poco en la deconstrucción de una sociedad incivilizada ahogada en la miseria y la violencia. A estas alturas, una encuesta no crea condiciones históricas. Las expone. Y hoy Colombia revela que la división no es solo entre izquierda y derecha, sino entre un proyecto de transformación y otro de restauración.
El llamado centro no pudo encontrar una narrativa propia de poder, ni hallar una propuesta seria que evalúe y corrija el destino torcido que nos impusieron; el centro es la máscara con la que se evade el conflicto y la contradicción. Su narrativa desgastada de “sensatez” y “acuerdo nacional” no seduce a nadie. Por su parte, la extrema derecha, incapaz como es de ofrecer o imaginar una visión moderna de las cosas, sigue atascada en los prejuicios antediluvianos que componen sus sueños reaccionarios. Mientras tanto, Iván Cepeda llega adelantado: ha heredado la base consolidada del Pacto Histórico; tiene una actitud política que lo distingue: convicción, claridad y trayectoria, y está en sintonía con el bloque social que quiere la continuidad del proyecto del cambio. Cepeda tiene una ventaja estructural: base electoral consciente y bien formada, reconocimiento nacional y coyuntura favorable después de la consulta.
El centro, haciendo el juego de la derecha, se autoerigió en árbitro neutral del conflicto, pero no por virtud, sino por comodidad. Fajardo, Gaviria, Robledo, Barreras: todos fabricaron la identidad política más cómoda de todas: la que no se compromete con nada porque supone que el oportunismo es sinónimo de capacidad política. La encuesta de Invamer revela que ese espacio se ha vaciado. La indecisión ya no es el disfraz que hasta hace unos años resultó eficaz, pues la trillada “posición moderada” es la forma más sofisticada de sostener el estado de cosas existente.
Por eso la reacción de Roy Barreras es reveladora. El desespero lo ha llevado a cometer errores típicos de un principiante. Llama a su lado a Miguel Uribe Londoño, un muerto político desechado por el Centro democrático. Roy Barreras quiere reciclar las sobras que le tira el uribismo. ¿Aliarse con un ultraconservador que no solo no le pone ningún voto, sino que le quita los pocos que ya tiene?
En fin, Roy Barreras se fue contra la encuesta, pero no critica los métodos de Invamer —no aporta evidencia, no señala fallas técnicas, no discute márgenes de error—. Lo que hace es quejarse del espejo cuyo fondo le devuelve la imagen de su irrelevancia política. Tal vez tenga relaciones y habilidad para tranzar; pueda comprar puestos y mover hilos por detrás, pero como político no vale nada. El suyo, es el gesto clásico del político sin votos: confunde la disputa por el poder con la disputa por la encuesta, como si pelear contra el termómetro modificara la fiebre. En política, los que no saben reconocer los tiempos no saben gobernar. Pese a ser un camaleón profesional y político experimentado, Roy Barreras no supo esta vez reconocer el tiempo, ni entendió el agotamiento y el desgaste del centrismo. Él encarna la creencia supersticiosa de que la moderación y el gesto conciliador bastan para congraciarse con el establecimiento y ganar el favor del pueblo.
Que Cepeda encabece la encuesta no es un accidente, ni un truco estadístico, ni un milagro inexplicable. Es el resultado histórico de una consolidación política. Él pertenece a un proyecto con identidad ideológica, base social movilizada y claridad en la lucha contra las estructuras de poder económico y mafioso. Cepeda capta el voto del orden transformador; De la Espriella, el del orden reaccionario. No hay centro posible entre ambos porque no existe síntesis entre proyectos esencialmente antagónicos. La “tercera vía” es un artificio para quienes no quieren nombrar el conflicto. Pero la política no es el arte de evitarlo, sino de dirigirlo.
El centro carece hoy más que nunca de función histórica. Él, que no asume las tensiones: las disimula; que no arbitra los conflictos: los posterga; que no gobierna ni resuelve porque solo administra y gestiona lo que otros deciden, ya no puede cumplir las tareas que antes se le encomendaban porque ha sido desnudado. Fajardo es la carta sobrante que se esconde el uribismo entre la manga sin saber bien cómo usar.
La ideología opera allí donde se pretende esconder la contradicción bajo la apariencia de neutralidad. Eso es exactamente el centro político: una tecnología de la neutralización, un dispositivo de adormecimiento. Finge equilibrio, pero lo que hace es administrar tecnocráticamente lo dado, sin tocar jamás los fundamentos materiales del poder. En los últimos años, el centro ha sido la coartada de la élite para sostener el poder o participar de él sin enfrentar las tensiones que había contribuido a crear: desigualdad, opresión, miseria, corrupción, violencia, estancamiento económico… La encuesta muestra hoy que esa táctica perdió eficacia. El país entendió (¡por fin!) que no hay neutralidad posible entre quienes buscan reorganizar el Estado y quienes quieren conservarlo como botín privado.
El pánico de la élite se explica porque esta vez la disputa no es entre candidatos, sino entre modelos de Estado y formas de gobierno. Cepeda representa hoy un ethos público irreductible a la moral privada, y ha empezado a comprender que para gobernar se necesita asumir al adversario y confrontarlo. Sin alzar la voz, ni recurrir a insultos, pegado de la prueba bien documentada, con su acento tranquilo y casi risueño, con el tono de un predicador sereno y la inflexión racionalmente moderada, ha afilado la palabra y la usa como garra. Esto, que podría ser una debilidad, se ha convertido en su mayor defensa.
Paloma Valencia, durante su paupérrimo debate de control político en plenaria de senado, perdió el control y desequilibrada le gritó a Cepeda: “No me vaya a mandar a matar”. La tranquilidad con la que le contestó el senador la desorientó y la sacó de quicio. No podía creer que tantas frases duras fueran dichas con tan buen humor. “No con la cólera, sino con la risa se mata”, decía Zaratustra. Y es que la risa es un recurso poderoso para aniquilar la pesadez, que por estos días tanto queja a la derecha, desesperada y descompuesta como está.
Solo pudieron encontrar a un tipo como De la Espriella, un fatuo ignorante que simboliza la restauración del orden oligárquico bajo la estética ordinaria de un hombrecillo acomplejado que reniega de su origen y se avergüenza de lo que es. Un petimetre que aspira ser un dandi, pero que, carente de estilo y distinción, es solo un mamarracho con el gusto estrafalario de un mafioso de provincia.
Lo importante hoy no es que Cepeda esté punteando, sino que lo haga con una identidad política que conecta con la fuerza social que empujó el proceso actual del cambio: sectores populares, jóvenes, campesinos, movimientos sociales, víctimas y ciudadanía crítica. Esta encuesta muestra algo profundo: el país no quiere volver al viejo modelo que confunde gestión con gobierno, eficiencia con justicia, seguridad con masacre. Quien tiene en sus manos el poder debe saber inventarse nuevas formas. El uribismo sigue aferrado a las antiguas y camina rumbo a su derrota.
El Pacto Histórico, que tiene ya personería y es por tanto partido político, conserva claridad estratégica sin ambigüedades ni tibiezas. No obstante las diferencias y rivalidades, esta fuerza unificada y bien organizada se ha constituido en un poder consolidado frente al cual el bloque reaccionario ha sido incapaz de responder.
Ahora bien, la encuesta Invamer no es un pronóstico definitivo. Es un síntoma: revela que las fuerzas progresistas del país se están alineando otra vez en torno a este proyecto. El centro desaparece como actor. La contienda será entonces entre transformación y conservación. Restauración o cambio: he ahí el camino.
Colombia no necesita administradores neutrales, sino estrategas públicos. Necesita política, no tecnocracia; decisión, no simulacro; virtud republicana, no moralina. La política es un río turbulento en el que solo puede navegar quien sabe conducir bien la corriente.
La tarea ahora es clara: sostener el rumbo, profundizar el conjunto de reformas y actuar con la responsabilidad histórica que nos exige este momento decisivo para conseguir de nuevo la victoria y continuar el cambio.
David Rico Palacio
Foto tomada de: Senado de la República

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