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Reconciliación social y nacional: un imperativo de los colombianos

16 noviembre, 2016 By Alberto Anaya Arrieta Leave a Comment

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En 1810 se unieron muchos colombianos y proclamaron la independencia de España. Se supone que esta gesta libertaria del imperio de la época debía conducir, mediante el espíritu de unidad que había entonces, en construir una patria solidaria e incluyente; pero el liderazgo de esa época se caracteriza por intereses egoístas que dieron origen a divisiones y a acciones bélicas que aplazaron las aspiraciones de libertad, equidad e igualdad. Esto continuó hasta 1886, cuando entra en vigencia la Constitución de Rafael Núñez, aboliendo el sistema federal e implantando el régimen centralista. La entrada en vigor de la nueva Constitución y la denominación como República de Colombia sólo fue un perfecto maquillaje de aquellos que ostentaban en aquel tiempo, el poder, porque la constante fue la continuidad y consolidación de regímenes déspotas, corruptos, guerreristas, excluyentes, mafiosos, negando toda aspiración reivindicativa por la tierra (acceso a la tierra, a la propiedad y a sujetos productivos), convirtiendo a los indígenas y campesinos en arrendatarios, aparceros, peones, desempleados, desplazados y criminalizados; haciendo a un lado principios básicos de convivencia social de una sociedad incluyente, pluralista  y democrática, por consiguiente negando la participación amplia en la vida pública del país. Esta situación se mantuvo (aún se mantiene) no obstante la expedición de la Constitución Política de 1991, que algunos la señalan como un salto hacia un estado social moderno, pero que se quedó en la mera enunciación de buenos deseos y voluntades. Una vez más el establishment nos ha carameleado, sigue haciendo de las suyas y tratando de desconectarnos de la realidad.

Tenemos, entonces, más de doscientos años de historia de explotación, represión, exclusión, abandono del Estado y de violencia. Y los resultados han sido los que tenemos hoy día: un acumulado histórico creciente de corrupción institucional, miseria, pobreza, marginalidad, robos y crímenes promovidos desde el Estado. Pregunto: ¿sabemos cuántos muertos ocasionó la barbarie de las nueve guerras del s. XIX y principios del s. XX[i] y la Violencia[ii]? ¿Cuántas víctimas desplazadas forzosamente hubo por causa de las nueve guerras del s. XIX y la Violencia? ¿Cuántas familias sufrieron por la pérdida de sus seres queridos por causa de las nueve guerras del s. XIX y la Violencia? Esas cifras no las poseemos, podemos referirnos a estimados y repetir irresponsablemente datos e indicadores que sólo buscan seguir distrayendo los acontecimientos de esos momentos aciagos de la historia. Se ha encubierto la realidad de las causas de las nueve guerras del s. XIX y la Violencia.

Y la historia reciente, entre 1958 y 2013, según datos y cifras de fuentes institucionales, académicas y privadas, más de 9,5 millones de víctimas (entre homicidios, desaparecidos, desplazados por la violencia, secuestros, torturas, robos y despojos de tierras y otros bienes, violencia sexual, reclutamientos de menores) por la guerra interna, habla por sí solo de lo complicado que ha sido vivir y construir nuevas alternativas sociales, económicas y políticas de gobernabilidad. Hechos que deben producir horror, porque han provocado un grave deterioro en las estructuras del desarrollo territorial, espiritual, social, familiar y cultural del país, porque la debilidad e incapacidad del Estado para gobernar dio lugar a distintas maneras de materializar en el territorio la acción y legitimidad que el Estado había perdido. Además, la violencia, ejercida desde lo gubernamental, la practican otras expresiones que han surgido como respuesta a la exclusión social y a la violencia política e institucional; surgen las guerrillas en la década de los sesenta íntimamente ligadas a la lucha armada llevada a cabo por los campesinos liberales que se defendían de los conservadores y de la violencia política ejercida por el régimen. Por otro lado, la influencia del triunfo de la revolución cubana, generó un ambiente favorable, factor que sin duda, motivó a líderes liberales y comunistas, campesinos, sindicalistas y líderes de izquierda provenientes de las clases medias, a tomar decisiones de conformar movimientos de campesinos armados, ya no como una respuesta espontánea y limitada a una coyuntura, sino, como lo expresan los distintos manifiestos de las organizaciones guerrilleras, como una propuesta revolucionaria de toma del poder por la vía armada; y por último, el valor agregado más significativo para que se fortalecieran estos grupos armados: las ‘causas objetivas’ (es decir, la pobreza, las desigualdades económicas, falta de oportunidades, la exclusión social y política) como resultado de un Estado alejado de la realidad y de las necesidades de sus ciudadanos.

Por otro lado, tenemos el impacto y el costo económico y ambiental que ha generado la violencia. Los costos económicos y ambientales en la historia reciente del conflicto armado con respecto al producto interno bruto o en relación con las condiciones de pobreza de la población, necesidades básicas insatisfechas e inequidad en la distribución del ingreso, son alarmantes y grandes en sus cifras. No quiero caer en la tentación de soportar datos y cifras, por cuanto la comunidad académica, institucional e investigaciones al respecto, tienen mucha información al respecto.

A la sazón, el recurso de la violencia política, como fórmula para dirimir los conflictos sociales, se constituyó en un gran acelerador de las condiciones que se dieron en Colombia, para el surgimiento del movimiento guerrillero. Ha sido el medio de acción política por excelencia durante dos siglos, y una forma de contribuir a enraizar en muchas generaciones una aprehensión de tradición y espíritu de violencia.

La cultura de la violencia ha sido una realidad conservada cuidadosamente durante dos siglos. No ha tenido un corte en el tiempo, ha sido una constante, un problema con características endémicas.

Finalmente y como decimos algunos, dialogar con la historia, hacer que ella nos hable hoy y nos cuente los sucesos, interpelarla sin forzarla a hablar lo que queremos escuchar, sino que nos acerque a la verdad, por cruda y miserable que parezca debe ser el interés de nuestra sociedad para encarar y conjurar de una vez por todas, el final de un conflicto armado que nos persigue, acosa y agobia. Un diálogo con la historia, con el único y sano interés de buscar la reconciliación social y nacional.

En consecuencia, el nuevo Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, firmado esta semana entre el gobierno colombiano y el grupo rebelde de las FARC-EP, en La Habana, es una iniciativa que debe conducir a la reconciliación, amén de no ser perfecto, constituye sin duda, una alternativa para ponerle fin a la incertidumbre de la guerra. Es una parte del proceso para aproximarnos a un nuevo país, por cuanto existen otras fuentes de violencia que aún permanecen activas, caso ELN, las bandas criminales de paramilitares, las organizaciones delictivas de fabricación y comercio de drogas ilegales y las bandas delincuenciales organizadas que azotan a los ciudadanos colombianos. Sin hablar de la violencia que generará el gobierno cuando se apruebe la reforma tributaria.

Alberto Anaya Arrieta
Magister en Teología – especialista Ambiental

NOTAS

[i] http://agenciadenoticias.unal.edu.co/detalle/article/guerras-civiles-del-siglo-xix-hacen-de-colombia-un-pais-sui-generis.html (Consultado noviembre 11 de 2016)

[ii] Arias aborda con una buena narrativa didáctica, el uso y el por qué se acuñó la frase famosa la Violencia. Esto nos lleva a pensar, cómo la institucionalidad y los partidos políticos liberal y conservador pretendían -y algunos todavía procuran- disfrazar lo que habían promovido, es decir, ese período de violencia estructural que tanto daño le ha causado a los individuos, familias, comunidades sociales, al crecimiento y desarrollo económico de la nación. Un escenario de inestabilidad política e institucional, obviamente genera desequilibrio y frena el desarrollo económico del país; se debilita y resquebraja el tejido social; y las conductas pastoriles de los individuos se degradan. Arias Trujillo, Ricardo 2011. Historia de Colombia contemporánea (1920-2010). Bogotá: Ed. Uniandes

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