Desde Mandalay, antigua capital y segunda ciudad más poblada del país, me dirigí a Hsipaw, sede del antiguo Estado Shan, situada a 200 km al NE de Mandalay. Tras la visita obligada, partí hacia Namhsan, capital del Estado de Tawnpeng bajo el dominio británico. En su lengua, el shwe, significa «aguas temblorosas» por las lluvias que la azotan en época de monzones y que cubren el pantano en el cual se sitúa. Es más habitual partir desde allí hacia Hsipaw, pues es una ruta clave para los aficionados al senderismo. Sin embargo, mi interés estaba puesto en las minorías étnicas Karen, Lisu y Shan, que habitan una región rica en minas de plata y cultivos de te, bienes muy preciados por los colonizadores británicos.
Mi objetivo no estuvo exento de obstrucciones al principio, porque la población local quería que desistiese de mi empeño por los muchos problemas con los que me encontraría —según ellos— y por la dificultad a la hora de encontrar un guía que me acompañase. Con todo, tuve suerte, ya que conocí a un australiano que echó abajo todos los inconvenientes con que habían frenado los locales mi entusiasmo viajero.
Mi providencial «aparición» me puso en contacto con el conductor del único vehículo idóneo para la zona —en aquel momento pantanosa y difícil de atravesar—, además de rápido y práctico.
Lashio es el enclave fundamental de una ruta que une Myanmar con China. En el pasado transportó opio y heroína —forma parte del «Triángulo Dorado» en cuanto a la producción del opio y la heroína que se consume en el mundo. Hoy la primera envía gemas, jade y teca a la segunda; mientras que la actual potencia mundial le suministra productos farmacéuticos, manufacturas y alimentos procesados a Myanmar.
En el momento de mi viaje, el control fronterizo era muy estricto, puesto que se necesitaba un permiso del ejército y estaba prohibida la circulación nocturna. No obstante, también aquí todas las dificultades se evaporaron con dinero…
Después de tantos obstáculos, me emocioné al pisar la famosa «Ruta de Birmania», cuya construcción por los aliados en 1942 implicó más birmanos, indios, chinos y británicos muertos que muchos bombardeos. Es el motivo por el cual llegó a ser conocida como «la carretera del hombre por milla». Bajo control de la Junta Militar el gobierno estuvo enfrentado de continuo con las etnias y habitantes de otros países que pueblan su territorio: shan, kachine, va, lisus, indios y chinos. Es de sospechar que sus riquezas —oro, plata, plomo, zinc, anfetaminas, inmensas plantaciones de arroz, te y opio…—, férreamente controladas por los testaferros del gobierno, fueron el principal motivo de tanta disputa.
A lo anterior hay que añadir la creciente importancia turística de la zona, considerada la «Suiza birmana» por su diversidad paisajística y riqueza floral, que la convierten en paraíso de los «trekkings».
Las treguas entre el gobierno —tanto el anterior como el actual—y las minorías (consideradas insurgentes) son cada vez más exiguas. El ejército no ha dejado de bombardear aldeas y ciudades, destruir casas y propiedades y violar a sus mujeres. El exilio se ha convertido en la vía de escape más eficaz y el aumento de migrantes hacia el exterior, escandaloso. Sorprendentemente, aunque las denuncias no han dejado de aumentar —sobre todo por parte de mujeres—, la ONU mira hacia otro lado y tan solo reciben apoyo de alguna ONG con buena voluntad pero pocos medios; sin olvidar que el papel de las ONGs, en general, es más de «torniquete» que de catalizador de cambios profundos en cualquier territorio en el que operan. Quizás el empeoramiento de la situación esté relacionado ahora mismo con la existencia en su subsuelo de gas y petróleo abundantes… Curiosamente, en la época en que la Junta Militar gobernaba el país era el gobierno británico —con Aung San Suu Kyi como «correa de transmisión»— el más interesado en que dicho empeoramiento se agudizase. Prueba de ello es que el acceso al poder del nuevo gobierno no ha frenado la represión sobre sus minorías.
Por otro lado, si observamos la actitud de los gobiernos de los distintos países vecinos, comprobamos que no es la misma. China, por ejemplo, empieza a comprobar que resulta más peligrosa una actitud represiva que otra supuestamente más abierta. No hace mucho había un enfrentamiento mortal entre las autoridades de la región de Xinjiang —en el extremo oriental del país— y los uighurs, una minoría musulmana que considera aquella región como su tierra nativa. Los primeros llegaron a masacrar aproximadamente a 400 miembros de la minoría; a cambio, consiguieron que los segundos empezasen a apoyar a grupos yihaidistas de los países limítrofes que les enviaban combatientes contra los invasores militares. Según el gobierno chino, los uighurs utilizaban a niños, convertidos en auténticas máquinas de matar. China empezó a cambiar de actitud enviando «herramientas culturales» opuestas al Islam, como organizar un «festival de la cerveza» para atraer al alcohol a los musulmanes uighurs. Aunque las celebraciones religiosas estaban rigurosamente prohibidas, también la actitud del gobierno chino está cambiando al respecto, como podemos comprobar en la región ocupada del Tíbet. Sin embargo, el ejemplo de China no debe de parecerle apropiado al actual gobierno de la «dama», que continúa siendo el «azote» de las minorías no birmanas que habitan el país. Ante actitud tan poco democrática, el mismo Desmond Tutu llegó a comentar en cierta ocasión que las actuaciones del gobierno birmano le recordaban enormemente a las del apartheid del gobierno blanco sudafricano. Estoy de acuerdo con él.
También es preocupante la actitud de Occidente en todos aquellos países donde no se perciben cambios democráticos, a pesar de conceder Premios Nobel de la Paz a ciudadanos de escasa raigambre democrática. No me gustaría terminar sin apuntar la existencia de otros Premios Nobel con características similares a las de nuestra protagonista de mis últimos tres artículos: ¿es necesario recordar que también se les concedió a Al Gore y a Henry Kissinger, por citar tan solo a dos?
Se trata de hacernos reflexionar de nuevo acerca de demasiados Premios Nobel sin pedigrí; al menos, por mi parte.
Pepa Úbeda
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