El despliegue de flotas estadounidenses fue presentado como parte de la “lucha contra el narcotráfico”, pero su naturaleza real fue una demostración de fuerza dirigida a cercar a Venezuela. Este operativo, acompañado de sanciones económicas y campañas diplomáticas de aislamiento, significó el retorno de la “diplomacia de cañonero” a la región.
Venezuela denunció ante Naciones Unidas que la presencia de naves con potencial nuclear vulnera el Tratado de Tlatelolco (1967), que declara a América Latina y el Caribe zona libre de armas nucleares. Además, dicha acción rompe el equilibrio regional y reintroduce la amenaza bélica en un espacio que se había proclamado de paz.
Esta militarización expresa un patrón histórico: Estados Unidos continúa tratando al continente como un territorio subordinado, violando principios básicos del derecho internacional como la soberanía, la no injerencia y la igualdad entre los Estados.
La negación del principio de autodeterminación de los pueblos
El principio de autodeterminación, base del sistema internacional posterior a 1945, implica el derecho de cada pueblo a decidir su destino político sin coerción externa. Sin embargo, la amenaza de intervención en Venezuela vacía de sentido ese principio. La sola presencia de una flota armada en sus fronteras marítimas condiciona las decisiones de un gobierno legítimo y erosiona su independencia política.
La política de Trump reactualizó la noción del “patio trasero”. Los pueblos latinoamericanos siguen siendo considerados objetos de tutela, y no sujetos plenos de derecho. Bajo nuevas justificaciones, la “seguridad hemisférica” o la “defensa de la democracia”, se perpetúa la subordinación.
Colombia ocupa un lugar clave en esta coyuntura, no como cómplice sino también como objeto de agresión. El gobierno de Gustavo Petro ha sido blanco de ataques políticos, sanciones selectivas y campañas de desinformación impulsadas desde sectores vinculados al trumpismo, precisamente por no ajustarse a las políticas conservadoras y retardatarias de Washington. Su apuesta por una diplomacia soberana, por la paz total y por la integración latinoamericana ha sido interpretada como una amenaza por quienes buscan reinstalar la lógica de subordinación hemisférica. En consecuencia, Colombia ha pasado de ser un aliado subordinado a un país bajo presión, víctima de chantaje económico y mediático por parte de quienes no toleran su independencia política.
Continuidades históricas del intervencionismo estadounidense
El intervencionismo norteamericano en América Latina tiene raíces profundas. Desde las invasiones a Nicaragua y Haití hasta Panamá y Granada, pasando por el criminal bloqueo a Cuba, el uso de la fuerza se ha presentado siempre bajo discursos moralizantes: la defensa de la libertad y la democracia, la lucha contra el comunismo o, más recientemente, contra el narcotráfico.
Hoy el intervencionismo adopta formas más sofisticadas: sanciones económicas, manipulación informativa, financiamiento a oposiciones políticas y subordinación doctrinal de las fuerzas armadas regionales mediante programas de “asistencia técnica”. En ese contexto, el despliegue militar en el Caribe bajo Trump no fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia más amplia para reinstaurar la Doctrina Monroe en versión contemporánea.
El artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado. La política de Trump quebranta ese principio y revive el paradigma de dominación que históricamente ha debilitado la soberanía latinoamericana.
La hipocresía de la política exterior estadounidense
Mientras proclama su defensa de la democracia, Estados Unidos mantiene una práctica selectiva y contradictoria. Promueve sanciones y bloqueos que generan crisis humanitarias, y apoya cambios de régimen cuando los gobiernos son adversos a sus intereses. La democracia, en su discurso, es un instrumento de presión, no un valor universal.
En Venezuela, Washington reconoció un gobierno paralelo, bloqueó activos estatales y fomentó la división política interna. El uso del discurso moral como justificación de la coerción revela una profunda hipocresía: se defiende la “libertad” mientras se violan sistemáticamente los principios del derecho internacional.
Colombia, bajo el gobierno de Gustavo Petro, ha actuado en sentido contrario a la lógica intervencionista. Lejos de alinearse con las sanciones y agresiones promovidas por Washington, ha denunciado públicamente la militarización del Caribe, las ejecuciones extrajudiciales y las violaciones al derecho internacional cometidas bajo pretextos de seguridad. Su política exterior se ha orientado hacia la defensa de la soberanía, el impulso a las energías limpias, el respeto al derecho internacional, a los derechos humanos y la búsqueda de soluciones diplomáticas en la región, lo que le ha permitido recuperar credibilidad moral y autonomía frente a las potencias.
Violación del Tratado de Tlatelolco y amenaza a la paz regional
El Tratado de Tlatelolco es uno de los logros más relevantes del derecho internacional del desarme. Convertir a América Latina en una región libre de armas nucleares fue una contribución histórica a la paz mundial. La presencia en el Caribe de una flota con capacidad nuclear viola tanto el espíritu como la letra de este acuerdo, y devuelve a la región la sombra de la guerra fría. Aunque Estados Unidos justifique su despliegue como “operaciones convencionales”, la introducción de buques con armamento estratégico constituye una violación del compromiso colectivo con la desnuclearización. Además, sienta un peligroso precedente: si una potencia puede hacerlo impunemente, el régimen regional de paz pierde toda eficacia jurídica y política.
Colombia, signataria del Tratado de Tlatelolco, ha asumido una posición coherente con su compromiso histórico con la paz y el desarme. El gobierno de Gustavo Petro ha denunciado ante la comunidad internacional la violación del tratado y la militarización del Caribe, advirtiendo que la presencia de buques con capacidad nuclear constituye una amenaza directa al equilibrio regional y al principio de soberanía. Esta postura reafirma el liderazgo diplomático de Colombia en la defensa del derecho internacional y de la autonomía latinoamericana frente a las potencias que intentan reinstalar la lógica imperial en la región.
Consecuencias para Colombia
La militarización del Caribe y la tensión entre Trump y el gobierno colombiano tienen consecuencias inmediatas y estructurales para el país.
En el plano de la seguridad, la posibilidad de una intervención en Venezuela amenaza con desestabilizar la frontera. El aumento del contrabando, el desplazamiento de grupos armados ilegales y nuevas olas migratorias serían consecuencias directas de una escalada bélica. La crisis humanitaria ya existente podría transformarse en una catástrofe regional.
En el plano diplomático, la ofensiva política de Washington —incluyendo sanciones selectivas e intentos de vincular falsamente al presidente Petro con el narcotráfico— refleja una estrategia de lawfare internacional. Estas acciones vulneran la soberanía colombiana y pretenden condicionar su política interna mediante el chantaje económico y mediático.
Y en el plano estructural, la actitud servil de diversos sectores de la sociedad colombiana agrava la dependencia. Los sectores que aplauden las sanciones o la no certificación antidrogas se comportan como administradores locales del poder imperial, dispuestos a sacrificar la dignidad nacional por conservar privilegios. Esa complicidad consolida la colonialidad interna y socava la posibilidad de un proyecto soberano y democrático.
Repercusiones en América Latina y el Caribe
La ofensiva militar estadounidense tiene impactos profundos para toda la región.
Primero, reabre la puerta a la Doctrina Monroe, bajo la cual Estados Unidos se reserva el derecho a intervenir en los asuntos internos de cualquier país del hemisferio. Este principio revive la subordinación política y debilita los esfuerzos de integración.
Segundo, fragmenta el bloque latinoamericano, dividiendo a los gobiernos entre quienes buscan autonomía y quienes eligen la sumisión estratégica. Espacios de concertación como CELAC o UNASUR adquieren una inusitada importancia como instrumentos para enfrentar la presión del poder militar y económico de Washington.
Tercero, debilita el multilateralismo regional. La OEA, lejos de actuar como foro de igualdad soberana, ha guardado silencio ante la militarización, confirmando su instrumentalización por intereses estadounidenses.
Finalmente, la militarización incrementa el riesgo de confrontaciones globales. En un contexto de rivalidad entre potencias, el Caribe puede transformarse en un nuevo escenario de competencia entre Estados Unidos, Rusia y China, con América Latina como víctima colateral.
Hacia una respuesta latinoamericana
Frente a esta ofensiva, la región necesita una respuesta basada en tres pilares: unidad, diplomacia activa y defensa jurídica de la soberanía.
Los gobiernos latinoamericanos deben actuar conjuntamente en los foros multilaterales para exigir el retiro de las fuerzas extranjeras del Caribe y el respeto al Tratado de Tlatelolco. La CELAC y otros mecanismos regionales deben asumir un liderazgo que sustituya a la OEA como espacio autónomo de concertación.
Es urgente fortalecer la cooperación Sur-Sur y diversificar las alianzas internacionales, especialmente con Europa y Asia, bajo criterios de reciprocidad. América Latina debe dejar de ser terreno de disputa y convertirse en actor colectivo en el escenario multipolar.
Finalmente, los Estados deben establecer mecanismos jurídicos internos que penalicen la solicitud de intervención extranjera. Cuando sectores de la oposición, como ha ocurrido en Venezuela, llaman abiertamente a una invasión, cometen un acto de traición que debería ser sancionado legalmente. La democracia no puede sostenerse sobre la entrega de la soberanía.
Reflexión final: soberanía y dignidad regional
La política militar de Trump en el Caribe simboliza el intento de restaurar el control imperial sobre América Latina. Bajo la retórica de la seguridad y la democracia, se esconde un proyecto de dominación que combina fuerza militar, sanciones económicas y manipulación jurídica.
Colombia enfrenta un dilema crucial: persistir en su rol subordinado o afirmar su soberanía en el marco de una estrategia regional de paz y cooperación. Su historia, su ubicación y su actual orientación política le ofrecen la oportunidad de romper con la lógica de la dependencia y de reivindicar el derecho de los pueblos a decidir su propio destino.
Para América Latina, el desafío es colectivo. La militarización del Caribe revela la fragilidad del orden internacional cuando el poder sustituye al derecho. Ante ello, la región debe reafirmar su tradición pacifista, su vocación de diálogo y su apuesta por un mundo multipolar basado en la justicia y el respeto mutuo.
Defender la soberanía latinoamericana no es un gesto de confrontación, sino un acto de dignidad. Significa mantener viva la posibilidad de que los pueblos decidan su futuro sin cañoneras frente a sus costas ni sanciones sobre sus economías. En última instancia, significa afirmar que la independencia no se mide por la obediencia, sino por la capacidad de resistir la injusticia con dignidad y unidad.
Jaime Gómez Alcaraz, Analista Internacional
Foto tomada de: CNN en Español

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