Para empezar, las encuestas emiten sin falla el mensaje de una malquerencia popular generalizada. Partidos, políticos y Congreso reciben, todos a una, el latigazo de una percepción negativa, no cifrada en menos del 85% de los ciudadanos. Lo cual es un castigo. Que pone a danzar los sentimientos de la gente entre el fastidio, la frustración y la hostilidad.
Con razón, surgen candidatos, muchos en realidad, que no quieren serlo de sus partidos; y entre estos últimos los hay que no encuentran la manera de tener un candidato indiscutido. Claro está que en ello va implicado en parte el eterno fraccionamiento que dificulta las escogencias, evidencia de ambiciones no controladas en el marco de los mecanismos que viabilizan los consensos.
¿La opinión pública contra los partidos?
Se presenta el caso sin embargo de un partido, sin divisiones y con un liderazgo incontestado, el de Vargas Lleras, el dueño sin reparos de Cambio Radical; y, con todo, candidato por firmas, no por partido. Lo cual muestra la desconfianza frente a su colectividad, como si ésta en vez de legitimar, desvalorizara una candidatura necesitada de gran capital político; es decir, de una considerable acogida en la opinión. Una opinión que no necesariamente favorece a ese partido; tampoco a los otros; un hecho que podría reflejar a la vez el divorcio entre los partidos y la opinión, de una parte; y de la otra, el desencuentro entre los liderazgos y sus propios partidos.
En la flor de estos desencuentros, surge una reciprocidad: sobreviene una desconexión entre los candidatos y los partidos, porque emerge corrosiva una inconformidad de la opinión con respecto a estos últimos.
Desde hace 35 años, los candidatos, no todos, pero sí algunos, y entre ellos los más exitosos, han tratado de recoger en una votación agregada, a la opinión independiente y a los electores de partido.
Así lo hizo en su momento Belisario y también Andrés Pastrana; incluso, lo repitió con particular eficacia el propio Uribe en su primera elección, en la que ni siquiera se preocupó por la adhesión de su propio movimiento, el liberal; por último, en sus dos elecciones, Juan Manuel Santos integró tanto los votos de su partido como los de opinión, sobre todo los que apoyaban la paz en su segunda campaña. Por cierto, en los últimos 16 años (los de Uribe y Santos), la coalición mayoritaria, tanto en el ejercicio del gobierno como en las elecciones ha recogido en cada caso, opinión y adscripción, votante vacilante y votante disciplinado, franjas independientes y empresas clientelares.
Es esa suma entre una y otra actitud, entre unos y otros comportamientos, la que se ha roto ahora. O, al menos, la que experimenta una separación mayor que la habitual; la separación entre las tendencias de la opinión, más bien centrifugas; y las estructuras de partido, de inclinación centrípetas, pero muy identificadas con los vicios de la democracia.
¿Política instrumental y cansancio del elector?
Los últimos 16 años de gobierno y de control sobre el espacio de lo político les están pasando factura a los partidos del establishment, a los viejos y a los nuevos. Y se la está pasando paradójicamente por lo bueno y por lo malo, por la paz y por la corrupción; pero ante todo por cierta deriva de instrumentalización política. Es por la que se deslizan, como si todos quisieran utilizar el poder para intereses estrechos y no para valorizar el bien público, algo que también explica el hecho de que al menos por ahora muchos de los primeros renglones en las listas de preferencias electorales sean ocupados, según los sondeos, por figuras no vinculadas a cualquiera de los partidos tradicionales.
RICARDO GARCÍA DUARTE: Ex rector Universidad Distrital
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