Esta vez, le ha correspondido el turno al manejo de dos campos, aparentemente divorciados, según la ilusión óptica de los teóricos “realistas”, pero en realidad, con vínculos intrincados, los campos de la política interna y de la política exterior, inmersos por cierto en un condicionamiento mutuo, fenómeno éste, destacado en las tesis de los pensadores neo-realistas y particularmente en las de los interdependentistas.
Los líos internos
Un punto de la agenda no-escrita, esa especie de agenda-fantasma, siempre paralela a la oficial, aunque con frecuencia suficientemente explicitada y reiterada, corresponde a ese capítulo del golpe de Estado, agitado defensivamente por el presidente Petro, como si se tratara en efecto de una peligrosa sombra que lo acechara, amenaza inminente contra la democracia colombiana, por él representada.
Suele ser una denuncia que, si va asociada con algunos indicios y antecedentes, por mucho que sean indirectos y desdibujados, configura estratégicamente la búsqueda de re-legitimación; así mismo, una revalorización de lealtades políticas y morales, por la vía de una oposición al presunto azote anti-democrático.
Durante no pocos meses, Gustavo Petro insistió en el hecho de que se cernía un “golpe-blando”, para defenestrarlo, tal como sucedió en Brasil con Dilma Rousseff o con Fernando Lugo en Paraguay, todo ello por la equívoca razón de que el Consejo Nacional Electoral lo investigaba por supuestas violaciones a los topes de financiación electoral en su campaña, indagación que avaló el Consejo de Estado, pero después desautorizó inapelablemente la Corte Constitucional, entidad que ordenó simultáneamente el envío del proceso a la Comisión de Acusaciones de la Cámara, el verdadero juez instructor del presidente de la República, una decisión judicial que cortó de raíz cualquier riesgo de “destitución” presidencial, la que tampoco era viable directamente por ese camino.
Pero de súbito apareció la reanudación del peligro, bajo la conexión de un hilo oscuro e incierto; y a través del protagonismo de un personaje, como Álvaro Leyva, exministro del actual gobierno, que primero quiso inventar teorías que despertaran la tentación de Petro para repetir mandato (puros amores y lealtades de cortesano) y, después, se dedicó a urdir tramas para acortarle su período; es decir, para echarlo a las malas, sin darle oportunidad de terminar su período constitucional, (puras artimañas de intrigante de folletín).
Tras haber trasegado durante años por los tortuosos ires y venires de una paz negociada, con una fe inquebrantable que parecía de converso sincero; siempre tratando eso sí de ganarse la confianza esquiva de las guerrillas, para construir su nicho propio en los procesos; después de toda esa larga perseverancia en objetivos loables, pasó repentinamente a convertirse en conspirador de club, oficio en el que fue grabado en un restaurante, mientras convencía a un interlocutor desconocido con la idea de que había que “tumbar” al presidente, ala, un tipo poco conveniente para la sociedad, así de sencillo. Presumiblemente el intrigante tuvo que haberse sentido abandonado a su suerte, una vez sancionado por la Procuraduría, debido al asunto de los pasaportes, ciertamente una obsesión del presidente.
Obviamente, el episodio, por rocambolesco que fuera, podía conectarse en la superficie con otras circunstancias que le servían de contexto; o sea, con los mensajes o con las visitas obsecuentes de distintos políticos, hombres y mujeres, de la oposición, viajeros que se desplazaban a los Estados Unidos para visitar a congresistas de La Florida, muy próximos de Marco Rubio, secretario de Estado. Y que rogaban con afán por reuniones en las que pudiesen expresar que Petro no los representaba a ellos, tampoco a la mayoría del pueblo colombiano, por más que fuera el presidente de la nación, una afirmación insidiosa de sesgo inconstitucional.
En otras palabras: Leyva quería derrocar al presidente, mientras que los políticos de oposición, los más conservadores y refractarios a cualquier cambio social, pretendían llenar de animosidad a los representantes, amigos del poderoso Rubio, en el sentido de que el jefe de Estado colombiano no era su presidente; lo desconocían ante centros de poder extranjero, como si ejercitaran un golpe ilusorio y subliminal.
La ocasión estaba servida para que el presidente Petro retomara sus denuncias contra el golpe de Estado, pero sin que hubiese “ruido de sables” internos, ni operaciones encubiertas en EEUU, ningún complot comprobable factualmente.
Las interferencias en el frente exterior
Nada impidió sin embargo que Gustavo Petro cediera a la tentación del micrófono, el discurso y la presencia entusiasta de la masa, una ecuación de resultados imprevisibles; en particular, si con ella se incide en la política internacional, un terreno en el que concurren actores nada confiables, a veces hostiles, por más aliados que hayan sido; y que además están en control de recursos muy superiores, con los que pueden causar daño, incluso como una forma de mostrar simplemente esa superioridad; es una lógica de potencia, propia del orden mundial, pero ahora revivida con especial crudeza.
Conocedor de los audios de Álvaro Leyva, el presidente Petro aprovechó una manifestación pública en Cali para regresar sobre el tema, muy del gusto de sus bases, el del golpe de Estado, esta vez con el picante sugerente de que contaba con datos e informaciones secretas.
Solo que inmediatamente soltó dos imprudencias, ingredientes del plato fuerte: tomó como fuente a un “presidente vecino”, seguramente el venezolano Nicolás Maduro, un personaje carente de toda credibilidad; y, en segundo lugar, mencionó con nombre propio a Marco Rubio, como si estuviera de alguna manera envuelto en la supuesta maniobra golpista.
Con todo lo cual, metió de golpe las querellas internas en el campo de las relaciones internacionales. Y lo hizo desde la representación del poder presidencial, como quien no quiere la cosa. Sobre todo, en las relaciones bilaterales con la potencia hemisférica, en la era Trump 2.0 por más señas; mejor dicho, en la era del MAGA (“hacer otra vez grande a los Estados Unidos”), en la que la Administración Trump quiere utilizar cualquier oportunidad para demostraciones de fuerza y de preeminencia mundial, aún sin respetar a sus aliados.
En otro momento, una cuasi-inquisitoria de esta naturaleza en plaza pública, formulada al calor de los aplausos, hubiese sido recibida con apenas una mueca de reprobación benevolente, pues a cierta tolerancia obligaba la calidad de aliado cercano. Pero la tendencia predominante (aunque nunca lo ha sido del todo) ya no es la del softpower, esa línea de la que hablara el recién fallecido Joseph Nye; esto es, el poder de la seducción y la persuasión; por el contrario, la inclinación predominante es la del hardpower, el del chantaje y la amenaza; eso sí, que ojalá sean verosímiles, lo que se transmite en el tono y el sentido del poderoso, para que la comunicación sea bien entendida.
Es un cambio que pasa por la reconsideración de las alianzas, la que hace la actual Administración en EU; pasa por tomar distancia frente a los tradicionales aliados, a fin de ganar un mayor margen de presión y de beneficios para la super-potencia occidental: “son ellos los que nos necesitan, no nosotros a ellos”, ha dicho Donald Trump, en un tono de “realismo”, no exento de jactancia.
Es curioso, pero es así: para ganar mayores ventajas globales frente a su competidor estratégico -China-, Trump quiere tomar distancia frente a sus aliados, no acercarlos especialmente, incluso los más fieles; se propone presionarlos y recomponer las alianzas.
En medio de esa paradoja, hay que saber ubicarse, dotado de una política internacional moderada y eficaz, no por ello débil; y sin dejar de animarla con base en la dignidad. Sobre todo, sin permitir que las disputas políticas intestinas, las que se sostienen con una oposición derechista, desabrida e inconsistente que quizá entiende al revés la soberanía nacional, perturben la política internacional; hay que impedirlo, de modo que tales querellas no sirvan de pretexto para el impulso del hardpower, aupado a veces por los republicanos de La Florida.
¿Ventana de oportunidad?
La habilidad con la que el gobierno colombiano reoriente dicha política internacional, sabiendo prescindir de la retórica confrontacionista, servirá como una caja de herramientas para resolver positivamente los impases diplomáticos, como el surgido hace unos días, originado por el retiro de John McNamara, el jefe encargado de la embajada de los Estados Unidos en Bogotá, un llamado a consultas ordenado por el Departamento de Estado. Ha sido un insuceso diplomático, un alto en el camino, que pudo transformarse en un umbral para la degradación de unas relaciones, las mismas que mantienen históricamente los dos países con doctrina de por medio, desde los tiempos remotos de Marco Fidel Suarez, aquellos de la República de los Letrados. O pudiera ser una coyuntura que, por el contrario, sirviera para abrir la siempre mencionada ventana de oportunidad, esa que se abre esperanzadoramente para una diplomacia seria, de coexistencia, de respeto mutuo y provecho común.
Finalmente, el gobierno, a través de Daniel García Peña, embajador en Washington, ha hecho una rectificación clara, en el sentido de que Marco Rubio no ha estado inmiscuido en ninguna intentona golpista, tampoco los congresistas ; con lo cual, queda por lo pronto superada la dificultad en las relaciones con EEUU, solución que revalida el papel de la diplomacia y abre un margen para la cooperación, en tiempos, claro está, complicados para esta última; una cooperación que el Estado colombiano quisiera afianzar, mediante una alianza, provista de una agenda para la lucha contra el crimen organizado, posible punto de atracción para la super-potencia.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: France 24
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