Las incidencias de la trama
La competencia dentro de la terna seleccionada por la Corte Suprema de Justicia fue ganada finalmente por el candidato, cuyo triunfo estaba cantado de antemano, Carlos Camargo Assís, conservador proveniente de los medios políticos cordobeses, en la costa Caribe; era el mismo abogado que antes se había desempeñado como el Defensor del Pueblo, cargo al que había renunciado para no inhabilitarse, en su secreto propósito de entrar a la alta magistratura.
Fuentes bien informadas han documentado el hecho de que Carlos Camargo le repartió cuotas en la burocracia de la Defensoría del Pueblo a un buen número de magistrados de la Corte Suprema, 9 sobre 22, que así se vieron beneficiados con familiares, amigos o colegas, cuyo destino regalado eran los cargos y las oficinas de esa entidad. En la que por cierto también pudo ubicar a otros apadrinados, ya no de los magistrados, sino de algunos políticos, senadores o representantes, con influencia en las decisiones del Congreso.
En esencia, un ejercicio del favoritismo burocrático, incluso del nepotismo; en general, del clientelismo: desviaciones políticas que cobran expresión a través de una práctica chocante -indeseable-, la de favorecer burocrática, laboral o económicamente a gentes del poder; de las cuales, el alto funcionario o quien quiere serlo, recaba los apoyos que le serán útiles para el nombramiento ansiado.
El “yo te nombro, tú me eliges”
Estos son unos intercambios punibles, reciprocidades aviesas y malnacidas, contrarias además al decoro y a la transparencia, resumidas en la expresión popular: “yo te elijo, tu me eliges”, una conducta anti-ética y anti-estética, parte de todo un sistema de mecanismos para fijar plataformas de apoyo, a partir de las cuales, los miembros de las élites políticas aspiran a ciertas jerarquías, allí donde prosperan la nómina y el presupuesto; de modo que terminan por colonizar el territorio del mando y las influencias, sedimentando ventajas, con las cuales desplazan a otros competidores, en esa carrera de ambiciones por llegar a las altas posiciones del Estado.
Dichos mecanismos retorcidos suponen promesas y recompensas; las unas veladas, las otras subrepticias. El aspirante a un cargo promete devolver favores a quienes lo respalden, obsequiando contratos, canonjías y puestos. Con estos premios prepara su base para encontrar y rebuscar nuevos apoyos en su carrera.
Por ejemplo: el que se postula a la función de Defensor del Pueblo recaba apoyo en el Congreso para su elección. Y si después quiere aspirar a la Magistratura, ofrece puestos, en una especie de feria burocrática; lo hace con algunos ahijados de los magistrados que tienen en sus manos la confección de la terna para la Corte Constitucional.
Este fementido mecanismo, el del “yo te elijo, tú me eliges” o, lo que es lo mismo: el del “yo nombro a tus protegidos y tú me eliges”, es una forma tramposa, aunque muy común, de escalar posiciones; y de paso estructurar “roscas” para titular como lotes algunos nichos rotativos del poder, una especie de modelo que, al imponerse, daña el sentido ético del Estado, esa misión imaginada de proteger al ciudadano y de obrar con rectitud en la defensa del bien público.
Que la Corte Suprema haya ternado a Carlos Camargo Assís; y que éste hubiese previamente nombrado a “recomendados” de los magistrados, muestra hasta qué punto, también el poder judicial ha sido permeado por el clientelismo.
Favores, intercambios “non sanctos” y clientelismo en el Congreso
Este sistema de favores intercambiados por debajo de la mesa para obtener resultados, según el interés, ya no del Estado sino de individuos específicos, también se ha hecho presente, y de qué manera, en la alta burocracia del gobierno, así mismo en el Congreso; particularmente, en las relaciones entre estos dos órganos del poder, el legislativo y el ejecutivo. Son servicios escondidos entre ministros y congresistas, para viabilizar decisiones de Estado, ciertamente allanadas mediante el favorecimiento de algunos parlamentarios. Es lo que se trasluce en las revelaciones de la asesora María Alejandra Benavides, consejera en el Ministerio de Hacienda; justamente la encargada de la comunicación entre unos y otros; la portadora de los mensajes entre congresistas y ministros; y cuyos contenidos, en forma de “chats”, está “desgranando” como un rosario, ante la Corte Suprema, suerte de colaboración para conseguir beneficios en la causa penal que esa instancia judicial tiene abierta sobre ese presunto tráfico de influencias.
Presionados por algunos parlamentarios de las comisiones encargadas de aprobar los créditos internacionales, los ministros y sus funcionarios cercanos, habrían fácilmente cedido ante los congresistas que demandaban el apoyo económico, con los giros correspondientes, para proyectos de desarrollo local en sus regiones, algo que sería útil a las expectativas de sus “empresas electorales”. Se trata, en efecto, de una práctica muy socorrida, lo cual hace creíbles la denuncia y la delación, así no se hayan consumado las transferencias comprometidas.
Los funcionarios garantizaban las partidas financieras y, en correspondencia, los parlamentarios votaban positivamente los créditos que gestionaba el gobierno. Era simplemente otro intercambio de servicios políticos, pero no institucionales, pues no eran normativos en sentido estricto: pura cultura del atajo, aunque dichos servicios o favores fueran funcionales a las urgencias institucionales.
El poder capilar del clientelismo
El atajo, de un lado, mezcla de cultura hacendataria y eficiencia modernista y rentable; y, del otro lado, el favoritismo, apalancamiento espurio en el escalamiento de las élites, son ambos, factores que se despliegan a la manera de una serpiente prometedora, con el veneno oculto, que le da vida a un clientelismo, en apariencia atractivo, porque aceita la maquinaria en las decisiones en el Estado. Solo que al mismo tiempo atrapa a funcionarios, a congresistas y a magistrados; a los “hombres políticos”, diría Lipset, en una lógica de particularismos, de desprecio por las normas; de corruptelas, lesivas del Estado de derecho y de la democracia.
Si Foucault hablaba de un efecto capilar del poder en la sociedad, -difuso, ubicuo y transversal-, en Colombia habría que hablar de un efecto capilar del clientelismo, con su presencia coextensiva con las relaciones de poder; con manifestaciones en los campos políticos y sociales; en todos los órganos del poder y en todas las trincheras ideológicas.
Estas son razones suficientes para no tolerarlo, si el propósito compartido es el de modernizar la política, un genuino proyecto, en el que debieran coincidir las diferentes corrientes políticas, naturalmente las del centro y las de izquierda, las del progresismo en todos sus matices.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Infobae
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