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La reforma política que no será

18 julio, 2017 By Ricardo Garcia Duarte

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Después del 20 de julio llegará la siguiente oleada de leyes correspondiente a la implementación del acuerdo de paz. Seguramente sin el empuje de la anterior, pero con contenido y alcances normativos y materiales, tan significativos quizá como los que encerraba las primeras leyes acordadas por medio del fast track.

 

¿Política para la democracia?

 

Una de las medidas de orden legal y constitucional que recoja un conjunto de disposiciones correspondientes a las necesidades de transformación será la Reforma Política, urgente paso para la ampliación democrática y para la corrección de los vicios que envilecen la construcción de la representación y la participación.

 

Ahora bien, hablar de la ampliación de la democracia como subproducto de la paz, es naturalmente hablar de un proyecto de gran envergadura. Un proyecto histórico, se entiende. Solo que traducido en términos de la propuesta legislativa será una empresa manifiestamente precaria, si se la compara con el tamaño de las necesidades previstas; un remedo de reforma seguramente.

 

Los vicios

 

La democracia colombiana es considerablemente clientelista y altamente abstencionista. Al mismo tiempo, el Estado abriga un componente intensamente cleptocrático; es decir, funciona para que parcialmente se lo roben; admite la corrupción como una forma con la cual se aceite el ejercicio del poder.

 

Clientelismo electoral y corrupción administrativa se cruzan en distintas zonas del comportamiento político, formando entramados, cuyo funcionamiento ominoso termina naturalmente en el saqueo del erario, pero sobre todo en una subordinación bastarda del interés público respecto de las lógicas impuestas por los depredadores particulares de la política.

 

En general, la democracia electoral –esa dimensión en la que la participación ciudadana- en las escogencias políticas define el nudo de la representación- está pervertida por un juego en el que un Cacique, a la vez profesional de la política, forma una empresa electoral para acceder, al amparo de un partido, a la representación nacional y local. Y con la cual abre sus posibilidades de acción en dos planos; a saber: de una parte, la intermediación de servicios que pone en contacto a los pobladores con el Estado; y de la otra, el control por parcelas de la administración pública haciéndose el jefe de la clientela al manejo de alcaldías y gobernaciones y presionando desde su bancada en las corporaciones públicas al Ejecutivo; en todo caso, situándose en el centro de una operación que le permite drenar en su favor los recursos públicos; sea por medio de la burocracia o de los cupos indicativos irrigados a las regiones o por la contratación pública.

En la marcha de las empresas electorales, casi siempre clientelas políticas; en su reproducción; radica la trama de prácticas viciosas que sirven para una doble captura: la de los recursos del Estado y la de la conciencia de los electores; para la captura de la plata y para la de la lealtad.

 

En esa zona, pantanosa, pero central de la democracia; descompuesta pero administrativamente rutinizada florecen las técnicas sociales, propiciatorias, tanto de la apropiación de lo público, como de la contaminación de la conciencia ciudadana y de la corrupción del régimen.

 

El peso del entramado

 

Este juego que obra como un entramado de técnicas de perversión no cubre desde luego todo el campo de la democracia electoral, pero se ha instalado en el centro de la operación a través de la cual se constituye la representación de los ciudadanos. Y lo hacen con una influencia tan grande que pueda apreciarse fácilmente en la composición del Congreso, de las Corporaciones Públicas Regionales y de los Partidos Políticos.

 

Un cálculo al vuelo de su incidencia podría situar su participación –la de las empresas electorales y el voto clientelista- en al menos una tercera parte del mundo de la representación política, lo cual equivaldría a unos cinco millones, de los quince que en total suman la participación electoral; una suma lo suficientemente importante como para desvirtuar el sentido profundo de la democracia y dar lugar a la corrupción, monstruo de mil cabezas.

 

Es un factor negativo que interviene en un universo de participación, débil por otra parte en comparación con el censo electoral que se eleva a poco más de treinta millones de votantes, el doble de quienes efectivamente lo hacen.

 

En esas condiciones, el clientelismo con sus empresas electorales, base de los partidos tradicionales, adquieren un control, para el que además resulta funcional la abstención del 52 por ciento de los electores.

 

En ese orden de ideas, la democracia clientelista se acompasa con la abstencionista, para ayudar a la perpetuación de las hegemonías elitistas en manos de unos partidos tradicionales que siempre encuentran enfrente una oposición alternativa tan disminuida que se queda sin posibilidades de convertirse en gobierno o siquiera de ejercer el poder de chantaje en el Congreso, dicho esto último en el más legítimo de los sentidos.

 

La reforma ideal

 

Entonces, una reforma política seria debiera atacar directamente el control y la utilización de los recursos públicos por parte de los “políticos profesionales”.

 

Así mismo, condicionar la organización y la democracia dentro de los partidos, hoy convertidos en constelaciones de empresas clientelistas y en portadores de una razón social que facilita los avales, sin filtros de carácter ético.

Por último, la reforma debiera castigar severamente la corrupción y las faltas contra la ética pública, descargando el peso de la ley contra los individuos que cometen las faltas y contra los partidos que les dan cabida. En otro orden de ideas, en las nuevas disposiciones harían falta nuevas condiciones para la participación en una democracia tan abstencionista como la colombiana.

 

En otras palabras, la reforma no debiera limitarse a ser una reforma electoral que por ejemplo sustituyera el voto preferente por las listas cerradas lo cual no cambiaría mucho las cosas. Debiera al contario contener disposiciones que fueran en el sentido de modernizar el Estado desde el punto de vista del manejo de los recursos, del reclutamiento de la burocracia y del control sobre la contratación, separando estos tópicos del contacto con los políticos profesionales.

 

Al mismo tiempo, debiera imponer, así fuera por un periodo de doce años el voto obligatorio. La superación del abstencionismo y la eliminación del clientelismo serían ambas, modificaciones que no solo sanearían la democracia, sino que muy probablemente alterarían la ecuación nefasta de las hegemonías tradicionales que coexisten con una oposición alternativa, casi marginal.

 

Sin embargo, nada de esto –o muy poco- contendrá la reforma política. Razón por la cual, es muy probable que a pesar de la paz, habrá más de lo mismo: clientelismo, corrupción y abstencionismo; y muy baja alternancia, como posibilidad de cambios en la composición de las fuerzas políticas.

 

Ricardo García Duarte: Exrector universidad Distrial

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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