Recientemente y en mi condición de representante legal de una fundación, con una trayectoria cercana a los 50 años de atención a personas con discapacidad, tuve conocimiento de una situación en la cual, en la supervisión de un contrato de aporte celebrado entre esa fundación y el ICBF, se cuestionó que un psicólogo con maestría y experiencia recibiera una remuneración superior a la de otros, recién egresados o con poca experiencia, lo que evidencia un problema estructural en la forma en que el ICBF entiende la gestión de recursos humanos para la atención social. En lugar de privilegiar la calidad profesional, la entidad parece priorizar el control financiero absoluto, incluso a costa de la dignidad de los pacientes y de la eficacia del servicio.
Es importante hacer claridad sobre el alcance jurídico del contrato de aporte. Éste es una figura jurídica diseñada para canalizar recursos públicos hacia entidades sin ánimo de lucro, a fin de que estas cumplan fines de interés general en alianza con el Estado[1]. No obstante, en la práctica, el ICBF ha convertido este instrumento en un mecanismo de subordinación absoluta, donde el control del gasto llega al extremo de revisar y limitar cada rubro, impidiendo la flexibilidad administrativa que requieren las organizaciones especializadas. La supervisión diseñada por el ICBF se orienta a la elaboración de una lista de chequeo con la verificación de existencia de ropas, alimentos y demás aspectos que tienen que ver con el gasto sin que importe en ningún momento la calidad de atención y desarrollo de los usuarios y los impactos de esa atención terapéutica, cada vez más limitada, pues en el control de gasto, es el ICBF el que determina la homogenización terapéutica y la necesidad de todos los usuarios, de manera idéntica, ignorando las necesidades específicas de cada persona con discapacidad, obligando a la deshumanización y reduciendo la expresión “protección” a suministrar alimentos.
La lógica de “control hasta el último gasto” desconoce la naturaleza misma de la atención a personas con discapacidad cognitiva, la cual exige un abordaje interdisciplinario, continuo y profundamente humano. La burocracia presupuestal, aplicada de manera mecánica, termina por asfixiar la autonomía de las entidades operadoras, anulando la posibilidad de que estas promuevan innovación, reconozcan el valor diferencial de profesionales altamente capacitados o adapten los servicios a las necesidades particulares de los pacientes.
El hecho de que el ICBF haya manifestado que si una entidad contratista desea contar con perfiles altamente especializados “debe pagarlos con sus propios recursos” revela una visión reduccionista y peligrosa. En un país donde las normas constitucionales y legales exigen la protección reforzada de las personas con discapacidad (artículo 13 de la Constitución[2] y Ley 1618 de 2013[3]), resulta inconcebible que la entidad responsable minimice la importancia de contar con profesionales idóneos y de alta formación.
Al priorizar perfiles de bajo costo —como egresados con poca experiencia— sobre especialistas con maestrías o trayectorias consolidadas, el ICBF transmite un mensaje implícito: la vulnerabilidad de los pacientes no merece la mejor atención disponible, sino apenas la que quepa dentro de un marco presupuestal rígido. Esta postura no solo atenta contra la dignidad de los usuarios, sino que además configura una práctica discriminatoria al perpetuar estándares mediocres en la prestación del servicio.
La atención de personas con discapacidad cognitiva demanda equipos con competencias avanzadas en psicología, neuropsicología, pedagogía diferencial, trabajo social y medicina especializada. Estos usuarios no pueden ser tratados con soluciones estándar, pues sus necesidades son diversas, complejas y permanentes.
La lógica burocrática del ICBF —que busca homogeneizar y controlar cada gasto— desconoce que en este campo la improvisación o la mediocridad tienen consecuencias irreparables. No es exagerado afirmar que al limitar la contratación de profesionales experimentados, se aumenta el riesgo de paralizar el desarrollo individual de cada paciente, las intervenciones solo desde la óptica de la supervivencia suelen ser ineficaces, no hay medicina ni terapias preventivas, los diagnósticos de las EPS suelen ser tardíos o los tratamientos inadecuados, con repercusiones directas en la calidad de vida de los usuarios y de sus familias, para quienes las tienen.
La situación descrita debe ser entendida como un llamado urgente a replantear la manera en que el ICBF concibe la contratación de servicios sociales. El control fiscal y presupuestal es necesario, pero no puede convertirse en una camisa de fuerza que anule la calidad. La administración pública moderna exige equilibrios: garantizar transparencia en el uso de recursos, sin sacrificar la autonomía técnica de las entidades operadoras ni la dignidad de los profesionales, de los usuarios y de sus familias.
Una política de atención basada en derechos implica reconocer que las personas con discapacidad cognitiva merecen a los mejores profesionales disponibles, no a quienes resulten más baratos. Esto requiere que el ICBF respete la autonomía de sus contratistas cuyas escalas de remuneración deben ser acordes con la formación y experiencia (como ocurre en el ICBF) incentive la presencia de especialistas y fomente la innovación en los modelos de atención.
Existe entonces una contradicción profunda en la gestión del ICBF: mientras proclama la protección de poblaciones vulnerables, impone reglas administrativas que privilegian el control sobre la calidad, desincentivan la formación profesional avanzada y terminan por afectar directamente a las personas con discapacidad cognitiva.
Criticar esta actuación no es un ataque a la institución en sí misma, sino una defensa de la esencia de lo público: garantizar que los recursos estatales se utilicen para dignificar la vida de quienes más lo necesitan. La administración pública no puede conformarse con la mediocridad, menos aún, cuando se trata de seres humanos en condición de discapacidad.
Por tal razón el Estado debe replantear el modelo de atención que hoy establece el ICBF a personas con discapacidad cognitiva, y por ello propongo:
- Reformar la modalidad contractual: hoy el contrato de aporte está diseñado con un enfoque de “transferencia con control exhaustivo del gasto”, limitando absolutamente la iniciativa técnica y vulnerando flagrantemente la autonomía de las entidades contratistas. El modelo de atención debe centrarse en la calidad de vida de los usuarios, que va más allá de alimentarlos, y debe permitir que los contratistas desarrollen toda su experticia y tengan la libertad de decidir la manera de lograr resultados e impactos, con cada paciente, en lugar de centrarse en cada gasto menor.
- Propender por la contratación de profesionales de alto nivel y reconocer económicamente la presencia de especialistas con mayor formación, en lugar de homogenizar costos.
- Dentro de la autonomía de cada entidad contratada, permitir que las entidades contratistas, ajusten internamente rubros, por ejemplo, destinar más a personal especializado si la población lo requiere, adecúen la prestación del servicio a la cultura y enfoque regional, ofrezcan a la población modelos de atención diferenciados, determinen indicadores de atención porque son las que tienen la experticia para hacerlo o se construyan de manera conjunta, para mencionar solamente algunos aspectos.
- Pasar de una relación de control rígido a una de colaboración supervisada, donde el Estado evalúe resultados, pero respete la autonomía y la experiencia acumulada de las entidades.
- Considerar el fortalecimiento de entidades especializadas que deberían ser cofinanciadas por diversas entidades estatales para que concurran recursos del sector salud, educación y bienestar familiar a efectos de brindar una atención integral a las personas con discapacidad cognitiva. Eso minimizaría trámites burocráticos y optimizaría impactos en la calidad de vida de los usuarios, pero sobre todo, al participar varios actores estatales con competencia para comprender la gran vulnerabilidad en salud de muchos de los usuarios discapacitados cognitivamente, se superaría el enfoque corto y reduccionista de ICBF, pues sería claro que no basta con “proteger” (con el alcance que impone el ICBF) sino que debe actuarse desde la salud preventiva oportuna y diferenciada. En el mismo sentido el sector educación podría, desde su experticia, propender por la ubicación eficiente de los usuarios que pueden ser escolarizados.
En el tiempo que queda del gobierno del cambio aún es posible modificar por completo el rumbo que los gobiernos neoliberales impusieron (en los que nada importa el usuario), y avanzar hacia un modelo que reconozca la autonomía técnica, la integración intersectorial y la calidad profesional como pilares de la atención y la vigencia plena de los derechos de las personas con discapacidad cognitiva como sujetos de especial protección constitucional.
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[1] Consejo de Estado. Sala de Consulta y Servicio Civil. Concepto sobre contratos de aporte del ICBF. Radicado 11001-03-06-000-2013-00036-00 (2013).
[2] Artículo 13. Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica. El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados. El Estado protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición económica, física o mental, se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan.
[3] “Por medio de la cual se establecen disposiciones para garantizar el pleno ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad”.
María Consuelo del Río Mantilla, Vicepresidenta Corporación Sur
Foto tomada de: PNGEgg
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