La devastación es más notoria en los departamentos de la costa caribe, especialmente de sus municipios ribereños donde sus habitantes sobreviven en precarias condiciones, en las aguas sin orillas, entre bandas de mosquitos y de serpientes y con un descuidado Canal del Dique que hace de las suyas.
El drama se vive con mayor intensidad en la Mojana, desde Nechí, en Antioquia, hasta Magangué, Bolívar, que, por sus condiciones naturales podría ser una despensa agrícola de la región Caribe y de Colombia, y que, por el contrario, los pueblos de los once municipios que la integran resisten en circunstancias de insufrible pobreza, en 500.000 hectáreas -72% ubicadas en el departamento de Sucre- de tierras fértiles alimentadas por la confluencia de los ríos San Jorge, Cauca y Magdalena.
De esas 500.000 hectáreas, la ganadería extensiva ocupa de manera torpe e irracional 470.000. Y la actividad aurífera en las cuencas del Magdalena-Cauca y en el San Jorge produce gran cantidad de sedimentos, además del uso de cianuro y mercurio, metales que producen contaminación en sus cuerpos de agua, por lo que la pesca prácticamente desapareció de la dieta de estas poblaciones anfibias, agudizando su pobreza.
Por el mal uso del suelo, la desecación de sus sistemas de ciénagas, que le hicieron perder su función reguladora del ciclo del agua, en épocas de lluvias los ríos, salidos de madre, arrasan el territorio. A los zenúes, en su sabiduría, que fueron los primeros habitantes de esos territorios no les pasaba esta tragedia.[1]
En Atlántico, Bolívar, Magdalena, Antioquia, Valle, Cundinamarca, el Cauca, Nariño, Putumayo, Caquetá, las escenas son dantescas y dramáticas y se repiten año a año: destrucción de infraestructura, erosión que destruye viviendas, pérdida de muebles y enseres, de semovientes y de cultivos de supervivencia, ante la ausencia efectiva de políticas de adaptación y mitigación del cambio climático. En el país se discursea más de lo que se hace, especialmente desde el alto gobierno. En total, hasta ahora, 418 municipios del país están afectados por la ola invernal en 10 departamentos con 80 muertos y 10 desaparecidos.
Las ciudades no escapan a la falta de adaptación al cambio climático. En Medellín, el sistema Metro dejó de funcionar varios días por la afectación causada por la intensidad de las lluvias. La banca por donde pasan las paralelas soportan la presión de todo tipo de construcciones que contribuyen a que la lluvia que cae en el Valle de Aburrá se acumule mucho más rápido en los afluentes del rio Medellín, que favorece procesos como la socavación, afectando la calidad de la vía a todo lo largo de la línea en más de 50 puntos críticos[2].
En Soacha, en el Barrio El Barreno, en la parte baja de la ciudadela Sucre, donde un afluente separa las casas de pobres, se llenó de espuma contaminante y dañina, penetrando en sus precarias viviendas levantadas sobre alcantarillas y ante la indolencia criminal de unas industrias que tienen el lecho de la fuente de agua que lo circunda como una cloaca, donde votan los desechos de sus actividades. Sobre el miasma de la fetidez y la precariedad duermen ancianos, niños, mujeres y hombres.[3]
El invierno que acontece con tanta rigurosidad es una clara evidencia de que, a pesar de la Constitución del 91 y las normas ambientales que la conforman, el país no ha acogido con seriedad el desafío que implica el cambio climático. Cada cierto tiempo los colombianos escuchamos acongojados como vidas de mineros empobrecidos por la economía extractivista y la ruina del campo quedan sepultadas en los socavones del atraso.
En diez años han perecido 1306 colombianos en un oficio que en los primeros tiempos de la humanidad era considerado una forma de castigo. Solo en lo que llevamos del 2022, casi medio centenar de vidas humanas han perecido en las entrañas de la tierra. El atraso nos devora y nos consume. De ahí la devastación. Y la imperiosa necesidad de cambiar de rumbo hacia una economía de la vida.
Somos tan dependientes de las energías fósiles que el presupuesto nacional se hace sobre la base del precio internacional del crudo, lo que implica una debilidad estructural de la economía, porque pone al país a depender de la piñata especulativa de los precios internacionales del crudo y al albur de la hoy encrispada geopolítica. Igualitos a Venezuela.
Sobre esta devastación recurrente se levanta la esperanza de un cambio de vida en la sociedad colombiana sustentada en una relación respetuosa con el medio ambiente, que propicie hacer del agua el eje ordenador del territorio. Y, no como acontece en la actualidad, donde los ríos se trasforman en una amenaza para las y los colombianos que habitan en sus área de influencia, como consecuencia de la destrucción de la naturaleza, que propicia nuestra nociva y excesiva dependencia de una economía sujeta al carbón, al petróleo, al oro, al níquel, cuya actividad destroza el territorio donde acontece.
Del agudizado problema del narcotráfico y la ilegalidad de las drogas, fuente de nuestra endémica violencia, alimentado por la destrucción de la agricultura, que a su vez genera la inmensa deforestación de aéreas inmensas del territorio, complicando los esfuerzos por contener la embestida de las consecuencias del cambio climático.
Esta esperanza se apoya en la clara y visionaria propuesta del gobierno del Pacto Histórico que tiene en su programa estratégico la importancia ambiental que merecen los océanos, arrecifes, manglares, nevados, páramos, bosques, ríos y humedales y toda nuestra riqueza eco-sistémica para sentar las bases hacia una transición energética, recuperando el agro y la industria que sustente las base materiales y culturales de una economía para la vida, que posibilite la instauración de una era de paz que se merece la sufrida sociedad colombiana.
Esta hermosa ilusión comienza a pergeñarse con los nombramientos de dos potentes mujeres de sólida formación académica y amplia experiencia: Cecilia López, en el ministerio de Agricultura y de Susana Muhamad en el ministerio del Medio Ambiente, dos ministerios claves y transversales en sus propósitos de trasformar una sociedad y un capitalismo que se quedó anclado en el carbón, en el siglo VXII, aferrado al pasado, excluyente y empobrecedor.
Cecilia es una experta en varios temas que confluyen en su cartera y su principal meta es desarrollar el primer punto del Acuerdo de Paz de 2016, relacionado con la reforma rural integral y, con ello, la reivindicación y dignificación de la mujer campesina olvidada por siempre. Y Susana es una joven lucida y brillante, con gran futuro, comprometida desde temprano con las causas ambientales y para cuya hercúlea tarea, a la que parece predestinada, como parte de su formación, ha recorrido el mundo. Sin duda, el enorme compromiso de conducir el país hacia una economía descarbonizada no le quedará grande.
Las primeras declaraciones de las nuevas ministras alimentan la esperanza de un nuevo comienzo hacia un país diverso, plural, en paz, con una economía productiva que sustente y nutra la vida y la paz en Colombia.
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[1] La Mojana: riqueza natural y potencial económico. Documentos de trabajo de economía regional No 48, Pág.10, Banco de la República, Bogotá 2004.
[2] ¿Por qué no hay dejar de hablar de lo que pasó en el metro de Medellín?, El Espectador, 24 de junio de 2022.
[3] https://youtu.be/rXIFUIALDvl.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: El Tiempo
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