Para Gramsci la unidad de análisis histórico y político es el Estado-nación. Es en su seno donde se produce la lucha de clases. Como intento de entender el triunfo del fascismo en Italia, que había logrado enchironar nada menos que a un dirigente del Partido, como era él, escribió entre 1929 y 1935 los Quaderni del carcere, dónde se pregunta cuál es el papel de la hegemonía política y cultural como complemento de la coerción para resolver la lucha de clases en el seno de una sociedad política: cuando la clase dominante consigue que las clases dominadas acepten su ideología, se constituye en el Estado-nación un bloque histórico, una integración (siempre inestable) de grupos con intereses enfrentados. Los intelectuales orgánicos son los encargados de poner en marcha esa ideología, y su labor consiste en gran parte en hacer encajar las estructuras productivas con las superestructuras ideológicas.
Para ser intelectual orgánico en un sentido gramsciano, por tanto, el requisito no es perpetrar muchos libros, fumar en pipa o hacer de tertuliano. El criterio es la función de cohesión social en un momento histórico determinado. Y cada “organismo” histórico pide un tipo de intelectual distinto. Si el clero o los maestros habían sido los intelectuales tradicionales del Antiguo Régimen, las sociedades industriales segregan otro tipo de intelectuales: “el empresario capitalista crea junto a él al técnico industrial y al especialista en economía política, al organizador de una nueva cultura, de un nuevo derecho, etc.” (Q12, §1). Gramsci supo ver que el consenso entre gobernantes y gobernados no es sólo cuestión de palabras, sino que depende de la organización de la producción, y que los técnicos, ingenieros y encargados de fábrica se habían convertido en el eslabón organizativo entre el pueblo y las élites.
¿Y que tiene que ver esto con el franquismo? Poco a poco. En términos gramscianos, una guerra civil es la ruptura de un bloque histórico; es la resolución extrema de una “crisis orgánica” en la que, por razones que van desde la crisis económica hasta las relaciones internacionales, se rompe el consenso hegemónico. Como dice Luciano Cánfora, toda guerra civil es la lucha de dos legitimidades y “la pregunta de las preguntas” es cómo buscar una solución política a la misma que sea capaz de crear un nuevo consenso más allá de la coerción.
Nuestra guerra civil. Franco y los grupos que le apoyaron vencieron, pero inmediatamente tuvieron que convencer. Construyeron la paz de su victoria con armas, represión y terror, pero sólo eso no hubiera sido suficiente para mantenerla durante cuarenta años (y, en algunos aspectos, más allá). A lo que voy: los ingenieros fueron intelectuales clave para organizar el nuevo bloque histórico de la España de posguerra.
La justificación no cabe aquí (he escrito un libro sobre ello). Científicos e ingenieros de rigurosa formación científica fueron agentes políticos clave en la transformación del territorio y de las relaciones internacionales durante la Guerra Fría. Hasta hace poco se debatía si hubo o no ciencia y tecnología en la España franquista. Ahora la discusión está en qué tipo de ciencias y tecnologías favorecieron qué tipos de desarrollos de un régimen heterogéneo tanto por su composición como por su desarrollo. La historia política del franquismo cambia cuando se la mira desde el punto de vista de la ciencia y de la técnica, desde el cual obtenemos imágenes muy distintas de la industrialización capitalista, los sindicatos verticales, la integración europea, el activismo ecologista, la dependencia energética, los conflictos del Sáhara Occidental y Gibraltar… ¡e incluso del nacionalcatolicismo!
Esto último es importante para fijar el papel de los ingenieros como intelectuales orgánicos del franquismo. Nacionalcatolicismo suena a sotanas y palios; a vírgenes y rosarios; a siglo XVI y al Escorial. Y era todo eso. Pero era también una ideología industrializadora basada en un razonamiento simple: para que España se convierta en baluarte del catolicismo y la doctrina social de la Iglesia, debe sobrevivir en un mundo de materialismos (capitalista, por un lado, soviético por el otro) y debe hacerlo con independencia política y económica; y –continuaba el argumento– un país pequeño y pobre en recursos sólo puede lograr esto mediante la investigación en ciencias aplicadas. Lo dice tal cual el físico, ingeniero industrial y sacerdote jesuita Agustín Pérez del Pulgar en El concepto cristiano de la autarquía (1938). Pero se encuentra también en la teoría y práctica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (y uno de sus más acabados productos: el Opus Dei), del Instituto Nacional de Industrial, de las Universidades Laborales… La transformación física del territorio nacional había de ser la realización y el soporte de una realización espiritual de la historia de España, de su redención.
Muchos factores se confabularon en la supervivencia del régimen, desde los acuerdos entre familias políticas hasta las coyunturas internacionales. Pero los ingenieros nacionalcatólicos fueron capaces de vincular fuerzas productivas e ideología en una nueva hegemonía cultural que aglutinó a grupos muy diversos y que además logró adaptarse a las nuevas circunstancias según andaba el tiempo. En una primera frase, y parafraseando al Marx del 18 de Brumario, podemos decir que los ingenieros de Franco industrializaron España disfrazados de Reyes Católicos. En una segunda fase (pero que guarda muchas más continuidades ideológicas y materiales con la primera que las que la distinción habitual autarquía/desarrollismo da a entender), la fanfarria imperial fue dejando paso a la tecnocrática.
Seguramente quien mejor representó este segundo periodo fue Gonzalo Fernández de la Mora, que aunque no era ingeniero fue ministro de Obras Públicas entre 1970 y 1974. Sus ensayos sobre El crepúsculo de las ideologías (1965) y el Estado de obras (1976) justificaban al franquismo por su labor económica, y lo hacían en un período en el que ideólogos de ambos lados del Telón de Acero (Radovan Richta por el lado soviético; Daniel Bell por el gringo) pregonaban las mismas ideas: en un mundo atravesado por la tecnología, la política tradicional debía dejar paso a la administración técnica de la producción. La lucha de clases, el comunismo y el capitalismo, las batallas imperiales… todo eso quedaba atrás en la era industrial, en la que científicos e ingenieros debían tomar el control de la economía política con vistas a una mayor productividad.
Volvemos a Gramsci. El marxismo de los años 20 y 30 tenía que explicar dos graves imprevistos: la ruptura de la Segunda Internacional y el fracaso de la revolución en Europa durante la Primera Guerra Mundial. Gramsci trató de hacerlo rechazando tanto el determinismo de Bukharin, que creía la revolución inevitable, como la teoría leninista de la vanguardia revolucionaria. Para que la revolución triunfara en Europa, donde los vectores ascendentes de la sociedad civil al Estado estaban muy desarrollados, el Príncipe Moderno debía contar con el consentimiento de un pueblo-nación altamente organizado. Los técnicos industriales y gerentes de fábrica eran los cuadros más indicados para lograrlo. Aunque habían surgido del empresario capitalista, éste los había extraído del pueblo-nación: si podían convertirse en intelectuales orgánicos del proletariado era porque ya formaban parte del mismo.
La propuesta se entiende mejor si miramos los vaivenes de la “clase universal” como sujeto revolucionario desde Hegel hasta Gramsci. Para Hegel los intelectuales encargados de las artes, el derecho, la religión o la filosofía eran los encargados de mover la Historia hacia delante mediante la realización del espíritu absoluto. Sí, las clases productivas eran necesarias para el desarrollo de las fuerzas productivas (espíritu objetivo), pero el desarrollo de la conciencia, de la historia en el sentido idealista, era cosa de las clases pensantes. El materialismo de Marx consistía en darle la vuelta a la relación entre el espíritu objetivo y el espíritu absoluto: el primero no sólo tenía preferencia cronológica sino ontológica, porque de él dependía el avance de la historia. Por eso la clase universal era la clase productiva, los proletarios. Los intelectuales tradicionales sólo representaban a los gobernantes, y eran una clase parcial; su conciencia no era absoluta sino falsa (y a la corrección de esta falsa conciencia dedicaron los líderes soviéticos y chinos sus respectivas revoluciones culturales).
En el marxismo clásico había una conexión interna entre la historia de la tecnología y el socialismo: la producción es esencial para la naturaleza humana, pero la separación entre productores y propietarios había alienado esa esencia. La colectivización de los medios de producción se añadiría al crecimiento de las fuerzas productivas, un proceso hasta cierto punto independiente y autónomo, y “correrán a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva” (Marx, Crítica del Programa de Gotha, I).
Marx y los marxistas no estaban solos en el entusiasmo por el papel de la tecnología en la historia. El movimiento tecnocrático de los años 20 confiaba a la técnica la guía de la Historia, como después harían Fernández de la Mora y sus homólogos yanquis y comunistas. Thorstein Veblen profetizó en 1921 un futuro sin lucha de clases en los que los ingenieros sustituirían a los capitalistas para reorganizar la producción. Los ingenieros eran la nueva clase universal.
Por eso Gramsci se hubiera sorprendido (amargamente) de que los ingenieros fueran los intelectuales orgánicos del franquismo. Compartía con sus contemporáneos la visión de la tecnología como la promesa de una nueva Arcadia. Y, aunque luchó fervientemente contra la idea de que la Historia tuviera una dirección determinada, siempre que en los Cuadernos habla de los técnicos e ingenieros como intelectuales orgánicos supone que lo serían del proletariado. Por aquello de que ya formaban parte de un pueblo-nación que él consideraba revolucionario: “el desarrollo técnico puede pensarse como separado de los intereses de la clase dominante, e incluso como unido a la todavía clase subalterna” (Q12, § 50). No olvidemos que Gramsci escribía para vencer en una lucha a muerte; es normal que a veces mezclara el deber ser con el ser y quisiera ver la botella medio llena.
Pero –¡realidad, yo te maldigo!– el caso es que en España y otros lugares los ingenieros se alinearon con el cesarismo capitalista y no con la revolución. Es más, fue esa alianza la que permitió aplacar la revolución proletaria mediante el desarrollo del Estado del bienestar. Gramsci había creído que el fordismo (convertir a los trabajadores en clientes) sólo funcionaría en el contexto norteamericano (Q22, §13); pero se expandió a través del New Deal y después el Plan Marshall como modo de frenar a los soviéticos. Igualmente, Gramsci dudaba que las clases dirigentes fueran a invertir parte de sus ganancias en ganar el favor del pueblo-nación más que en contextos muy específicos (Q22, §6); pero el consumismo se convirtió en la hegemonía cultural de los países capitalistas. Y a esto se apuntó el franquismo. El Seiscientos y el pisito: la creación de una clase media que asegurara una transición tranquila hacia una democracia capitalista del gusto del Tío Sam.
Y en eso desembarcó Gramsci en España. Los Cuadernos no se tradujeron al español completos hasta 1975, y se publicaron en México. Pero en la segunda mitad de los años 60 aparecieron en nuestro país las primeras antologías. Y en 1973, el camarada José María Laso publicó Introducción al pensamiento de Gramsci, la primera introducción teórica del marxismo en España, centrada sobre todo en el papel del Partido en la conformación de un nuevo bloque histórico.
Abría la obra de Laso un prólogo de Gustavo Bueno, que un año antes había dado la vuelta a la ontología del Diamat con sus Ensayos materialistas. Bueno afirmaba en su prólogo que lo más característico de Gramsci era haber identificado el espíritu objetivo (recordemos, el motor de la Historia para Marx) con la historia del Estado-nación. Y la historia de una sociedad orgánica exigía la reinterpretación del binomio base-superestructura en términos orgánicos y no arquitectónicos: la base productiva, el esqueleto, soporta a la superestructura, pero a su vez la necesita para sostenerse en pie y para nutrirse y desarrollarse (esta metáfora era también la preferida por Gramsci). La única crítica a Gramsci que Bueno hizo explícita en su prólogo fue a cuenta precisamente del concepto de “intelectual orgánico”, crítica que luego extendería al uso de Gramsci por parte del Eurocomunismo abanderado por Santiago Carrillo: si el intelectual sólo es orgánico cuando cumple una función orgánica en una sociedad ya organizada orgánicamente, ¿dónde reside su función organizadora? En el fondo, el problema era asignar unidad de intereses al pueblo-nación, suponerle unidad política (revolucionaria) y hacerla extensiva a todas sus partes, incluidos los ingenieros.
Según lo dicho hasta ahora, Gramsci no pudo prever la evolución del capitalismo en distintas sociedades y, dado que su noción de intelectual orgánico era explícitamente histórica, no tiene nada de particular que, pasados tantos años y tantas cosas (incluida la caída de la URSS), los que venimos después nos veamos obligados a repensarla. Pero acertó de pleno en que el materialismo político debía tener en cuenta que las transformaciones económicas –basales– de una sociedad política siempre se dan canalizadas a través de las superestructuras que, como el metabolismo, les proporcionan las energías y les dan su forma específicamente histórica. Recordemos el nacionalcatolicismo y su función industrializadora y de transformación del territorio a través de laboratorios, iglesias, campos de arroz y centrales nucleares.
Y, ¡pum!, la democracia. Se enterraron la revolución, el comunismo de Laso y el eurocomunismo de Carrillo. Llegó el PSOE y se eclipsó a Marx, Lenin y Gramsci a favor de Kant, Krause y Habermas (vale, ya sé que no son lo mismo). Hubo que esperar otros años –hasta la eclosión del 15M y, después, de Podemos– para que Gramsci volviera a sonar con fuerza. Íñigo Errejón lo trajo filtrado por sus maestros, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Reivindica de Gramsci la afirmación de la importancia de la hegemonía cultural, pero renuncia a reconocer ninguna conexión fuerte con las estructuras materiales y productivas. Desde este idealismo, los intelectuales orgánicos ya no son los técnicos o los ingenieros, sino los expertos en palabras y en el manejo político de significantes vacíos. Podemos ha entendido el populismo como una tecnocracia de significados.
Hay voces dentro y fuera de Podemos que señalan el olvido del materialismo como su pecado original, con coletazo final en el lío catalán. El discurso y el debate se ha centrado en la voluntad democrática del pueblo (de nuevo, suponiendo su unidad), no en las implicaciones materiales inmediatas que tendría una fractura del territorio español sobre el sistema fiscal distributivo y como nueva frontera separando ciudadanos iguales ante la ley y cada vez más desiguales ante el cajero automático.
En la era de la globalización y de Internet, hablar de territorio es de pobres. Pero, no nos engañemos: los cables, la fibra óptica, la electricidad, el coltán, el uranio, el petróleo… los recursos que nos sostienen siguen disputándose a base del control militar de territorios físicos. Ni la “autodeterminación” ni la soberanía popular significan nada sin soberanía económica. ¡Preguntemos en Grecia! En la Europa de los tiburones manufactureros y en el capitalismo de los tigres financieros, es desde luego imposible lograr esa soberanía económica sin alianzas supraestatales. Pero dejarse dividir es dejarse vencer antes de empezar la partida.
LINO CAMPRUBÍ
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