Denunciar las mentiras de Marine Le Pen, “sin utilizar la voz de la moralización”. Ésta es la estrategia que ha elegido Emmanuel Macron para la campaña entre las dos vueltas de las elecciones presidenciales para “convencer” a los millones de votantes de Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés) de que su programa es el mejor. Al considerar que “no hubo frente republicano” en 2017, el candidato de La República en Marcha (LREM) persigue el voto de adhesión y pretende conseguir “congregar” en torno a su persona y no contra su contricante.
Lo hace basándose en los resultados de la primera vuelta, donde consiguió, como le gusta subrayar ahora, “más votos que hace cinco años en la primera vuelta”. “Junto con François Mitterrand, debemos ser los únicos presidentes salientes que han logrado aumentar el número de compatriotas que, después de un mandato, tienen más confianza en nosotros”, decía el 11 de abril durante un viaje al norte de Francia. Sin embargo, sobre el terreno, el presidente saliente se enfrenta mayoritariamente al desafío y la ira de algunos votantes.
La mujer, preguntada justo después por lo que iba a votar el 24 de abril, dijo ante las cámaras: “Ahora me digo que decantarme por meter a Le Pen en un sobre es complicado. No meterla en un sobre, quizás es una forma de hacerle ganar”. ¿Cómo podría Marine Le Pen, hija y heredera de un partido que en los años ochenta se reivindicaba como el de Ronald Reagan, encarnar semejante opción?
La cuestión es crucial para el resultado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Porque si las incógnitas son hoy aún mayores que en 2017, es también porque la candidata ultraderechista de RN aparece, para muchos votantes, como una especie de baluarte social frente a las políticas de Emmanuel Macron. Se trata de una situación inédita dada la historia de la que procede Marine Le Pen, pero también y sobre todo las posiciones y el programa que defiende, que se inscriben perfectamente en la tradición de la extrema derecha.
Ya hemos dicho aquí mismo que este programa era cualquier cosa menos “de izquierdas” e incluso que representaba un retroceso en este sentido respecto a las elecciones presidenciales de 2017, con el fin de la edad de jubilación a los 60 años y de las garantías sobre el estatuto de los funcionarios, la semana laboral de 35 horas o el derecho laboral. También escribimos sobre cómo el proyecto de RN, profundamente xenófobo y autoritario, inclinaría a Francia hacia un régimen al estilo húngaro y situaría al país al margen de las democracias europeas.
Para ganar, Marine Le Pen ha hecho suyas muchas de las obsesiones de la derecha y de la patronal, como la bajada de los impuestos sobre la producción y el impuesto de sucesiones –dos elementos que también figuran en el programa de Emmanuel Macron– o la subida de los salarios basada únicamente en la voluntad de los directivos de las empresas. Sobre todo, ha mantenido su idea de “prioridad nacional”, que quiere plasmar en la Constitución, y que llevaría a golpear duramente a los trabajadores y a una gran parte de las clases más modestas.
Una huida hacia delante neoliberal
Pero para comprender la realidad política actual de Francia, no hay que limitarse a los programas y juzgar la orientación de estos en sí mismos. Hay que ponerlos en contexto: el de la historia del quinquenio que acaba y el de la rivalidad entre los candidatos. Desde su llegada al Ministerio de Economía en 2005 y más aún desde su elección como presidente en 2017, Emmanuel Macron ha puesto en práctica unas políticas de aceleración de las reformas neoliberales en el país. Además, constituye su motivo de orgullo: hacer lo que “los otros no han hecho”.
La reforma del código laboral, la reforma de la fiscalidad de los activos, la privatización de lo que aún podía ser privatizado, el fin del estatuto de los trabajadores ferroviarios… La lista es larga. En todo momento se ha dado prioridad al capital. Incluso el “cueste lo que cueste” ha provocado una explosión de beneficios. En torno a esta política de neoliberalismo radicalizado, el presidente saliente ha sido capaz de aglutinar un bloque social que aprueba este giro, formado por los más ricos y las personas de más edad.
Pero la mayoría de la población siempre se ha opuesto a esta huida adelante neoliberal. Hasta ahora, estas políticas han logrado imponerse, ya sea por medio de artimañas –la de François Hollande instrumentalizando su rechazo para imponerla finalmente– o por medio del miedo –la de la extrema derecha–. Al acelerar este tipo de reformas, Emmanuel Macron se ha topado con la hostilidad del país, de la que el movimiento de los chalecos amarillos fue su principal exponente, pero que también se reveló a la luz de la inmensa movilización contra la reforma de las pensiones.
Crisis de la democracia
Convencido de que su política encarnaba una racionalidad superior, el poder ejecutivo no dudó en utilizar la violencia para romper esta resistencia. La violencia de las políticas económicas se ha traducido en violencia concreta y negación de ésta. En lugar de responder a las aspiraciones democráticas de los chalecos amarillos, el jefe del Estado ha seguido concentrando el poder, asumiendo plenamente la verticalidad de su ejercicio. Durante cinco años, ha trabajado cuidadosamente para conseguir un nuevo cara a cara con Marine Le Pen.
En su entorno, sin embargo, algunas personas le instaron a cumplir sus promesas de cambio institucional. Hace unos meses, François Bayrou seguía esperando convencer al jefe del Estado de que introdujera la representación proporcional en la legislatura, aunque supusiera convocar un referéndum. Sin esto, tendríamos “una crisis democrática asegurada y garantizada”, decía. Pero Emmanuel Macron no hizo nada, abriendo el camino para que Marine Le Pen afirme hoy que consultará “al único experto que [él] nunca ha consultado: el pueblo”, y que adoptará la reivindicación estrella de los chalecos amarillos: el referéndum de iniciativa ciudadana.
Los neoliberales suelen medir su éxito por su capacidad de “resistir a la calle” y no ceder ante las oposiciones. Consideran que es una especie de patente que la “razón” se ha impuesto a la “pasión”. Pero esta teórica complacencia tiene un límite: la negación. “El poder ya no parece preocuparse por preservar la apariencia de verosimilitud, lo que es particularmente importante para el mentiroso clásico que al menos se esfuerza por ser creído. Lo que parece inédito es el ejercicio constante de negación”, señalaba el escritor Jérôme Ferrari, en mayo de 2020.
Del mismo modo que negó la cuestión de la violencia policial y defendió verbalmente las libertades públicas mientras lideraba la ofensiva contra ellas, el poder ejecutivo también mintió sobre su gestión de la crisis sanitaria, a riesgo de perder la confianza de la población. Así lo subrayó con preocupación el ex director general de Sanidad, William Dab, en octubre de 2020, refiriéndose en particular a la cuestión de las mascarillas. “Estamos creando un problema político y democrático que amenaza el futuro del país”, afirmaba entonces.
Emmanuel Macron también se embriagó con su “balance económico” con estadísticas y estudios demasiado elogiosos. Esta certeza le llevó incluso a responder a la electora descontenta antes citada que “no estaba en la vida real”. Pero olvidó lo que se oculta tras esas cifras que no dicen nada de la vida cotidiana: la presión creciente sobre el mundo laboral, el sentimiento de opresión, las desigualdades cada vez más insoportables… El rechazo francés al neoliberalismo, que el presidente saliente creía haber derrotado, en realidad se ha reforzado en sus cinco años de mandato.
Esta desconexión explica la ausencia total de consideración de este rechazo en su programa y en su campaña de reelección. Es lógico, por tanto, que el presidente saliente prometa el apogeo de su política de radicalización neoliberal para los próximos cinco años: la culminación de la única gran reforma que faltaba en su arco, la de las pensiones; la mercantilización de los servicios públicos, sobre todo de la educación; y la deconstrucción del Estado social con su reforma de la renta activa de solidaridad, que quiere condicionar a una actividad
La ilusión social de la RN
Al negarse a modificar sustancialmente esta doctrina de aquí al 24 de abril y al mantener la idea de que cualquier voto a su favor validará su proyecto, Emmanuel Macron está convirtiendo la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en un referéndum a favor o en contra de sus políticas. Y, al contrario que en 2017, muchos franceses y francesas, agotados por el quinquenio que termina, pretenden tomarle la palabra, sin preocuparse siquiera del desastre democrático que supondría la llegada de la extrema derecha al poder.
En este contexto, el posicionamiento relativo de Marine Le Pen aparece, para muchos, como el de una “defensa social” frente al proyecto presidencialista. No hace falta ser “de izquierdas” para ello, basta con ser menos neoliberal que Emmanuel Macron. Dado que este último impone al país un referéndum sobre su programa, la candidata de RN puede utilizar la misma retórica binaria. Es lo que hizo al acusar a Jean-Luc Mélenchon de haber “traicionado la expectativa de protección” de sus votantes, al pedirles que no votaran por ella.
A partir de ahora, Marine Le Pen se presenta abiertamente como un baluarte contra la destrucción del modelo social encarnado por el presidente saliente, aunque haya endurecido su programa en la materia. El ejemplo más flagrante es la jubilación a los 65 años, que se ha impuesto como la cuestión central de la campaña entre ambas vueltas. Objetivamente, la candidata de RN ha derechizado su proyecto al enterrar la idea de volver a la edad legal de jubilación de 60 años. Pero como Emmanuel Macron ha radicalizado su posición, puede seguir hablando de “carnicería social”.
El posicionamiento de Marine Le Pen no es social. Es una ilusión que se refleja en el quinquenio y el proyecto de Emmanuel Macron. Tal y como se está planteando, el debate está encerrado en la derecha radicalizada. Y esto, en todos los asuntos. El martes, durante un viaje de campaña, el presidente saliente se refirió a las instituciones, diciendo que era “más bien partidario de un mandato de siete años”, como la candidata de RN antes que él. Ambos coinciden en la idea de prolongar el mandato presidencial, pero con una diferencia: mientras Marine Le Pen afirma querer establecer un “mandato no renovable de siete años”, Emmanuel Macron cree que “el carácter renovable” debe dejarse en manos del “pueblo”.
Desde este punto de vista, esta segunda vuelta no es una oposición entre un candidato “moderado” y otro “extremista”, sino entre dos radicalidades que una mayoría de franceses/as rechaza: una radicalidad neoliberal frente a una radicalidad neofascista.
Como solución a este callejón sin salida, Emmanuel Macron intenta torpemente un paso a dos sobre la reforma de las pensiones. El presidente saliente ha propuesto reducir la edad legal a 64 años en lugar de 65: “Estoy dispuesto a debatirlo”, ha apuntado, mencionando incluso la idea de un referéndum al respecto. Pero este movimiento es muy arriesgado: amenaza con hacer que el presidente saliente pierda parte del apoyo de la derecha neoliberal al tiempo que sigue siendo menos atractivo que Marine Le Pen, la candidata del statu quo en materia de pensiones.
Por otra parte, el ministro de Economía Bruno Le Maire, partidario de retrasar la edad legal de jubilación a los 65 años, matizó inmediatamente la “concesión” de la víspera, posponiendo la cuestión a futuras negociaciones con los interlocutores sociales. Después de haber despreciado a los cuerpos intermedios, los contrapoderes y la oposición durante el quinquenio, Emmanuel Macron afirma ahora que quiere adoptar un “nuevo método”. Pero también ahí se ha roto la confianza.
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