Es eso lo que ha representado el sonoro triunfo de Gustavo Petro para conquistar la presidencia de la República. Es un acontecimiento que ha agitado y después disipado la niebla del miedo, levantada como un cerco especioso alrededor de la figura del otrora líder opositor. Además, ha sacudido las herrumbrosas formaciones partidistas del tradicionalismo decimonónico, ellas también derrotadas en el lance.
Este triunfo posee un alcance histórico, precisamente en la medida en que significa el fracaso de todos los partidos, por siempre dominantes en las arenas de la competencia en torno de la conquista del gobierno como fortaleza del poder.
Rivales entre sí, otras veces aliados, ellos – los más viejos, de 170 años, o los nuevos, salidos de aquellas entrañas añosas –hegemonizaron por completo el universo de las disputas cíclicas, dirimidas electoralmente, para determinar quién pasaba a controlar la presidencia de la República, centro decisivo del poder político.
Desde hace 3 décadas la Constituyente desconfiguró en buena hora el bipartidismo cerril, provocando con ello el fraccionamiento en el formato interpartidista, con lo cual producía crecientemente el desconcierto en la conciencia de los electores, escondiendo la brújula de sus fidelidades, consuetudinariamente matriculadas en el tronco de las ancestrales “familias” políticas.
Seis (6) años atrás, por cierto, el proceso de paz del Estado con las FARC hizo desaparecer la fuente del miedo que impedía votar por la izquierda, identificada, falsa pero eficazmente, con la guerrilla.
Mientras tanto, socialmente hablando, la urbanización expansiva y el ascenso paulatino de las clases medias les quitaban base a los vínculos de socialización primaria con los partidos, como forma de inserción en la sociedad.
De ese modo, el fin del bipartidismo le restó acento a las identidades políticas, las volvió más blandas; por su lado, los cambios económicos y sociales erosionaron los vínculos clientelistas, que amarraban al ciudadano con favores a cambio de su apoyo; y para rematar los acuerdos de paz dejaron sin sentido la línea divisoria entre los “cómplices” de la subversión y los amigos de la seguridad.
Debilitados el clientelismo, las identidades partidistas y el maniqueísmo de la seguridad y la violencia, se hizo entonces posible lo que ocurrió; esto es, el hecho de que ganara y consiguiera la Presidencia alguien no perteneciente a los partidos tradicionales y, como si fuera poco, proveniente de la izquierda, algo realmente insólito ( e histórico) en un país dotado de un sistema fuerte con unos partidos que aseguraban los cambios dentro del esquema de su hegemonía, sin poner en peligro, por lo demás, el control de las élites tradicionales sobre el gobierno y los otros centros del poder y las decisiones.
Resultados y Tendencias
El candidato del Pacto Histórico, presidente electo desde el domingo 19, alcanzó la cifra impresionante de 11 millones, 281 mil votos, una de las más altas en la historia del país; en realidad, la más alta en términos absolutos; claro, no necesariamente la más grande en términos proporcionales, pues le dio solo para conseguir el 50% de la votación general, menor al 54% logrado hace 4 años por Iván Duque, pero de todos modos un porcentaje que puso de presente una ventaja cómoda: el 3% a su favor, expresión de unos 780 mil sufragios electorales más que su oponente.
Petro en la primera vuelta había sacado 8 millones, 560 mil votos. Los resultados finales muestran una marejada de votos sobreviniente de 2 millones, 700 mil votos entre la primera y la segunda vuelta.
Las zonas en donde su presencia era más fuerte –costa Caribe, costa del Pacífico y región suroccidental, y sobre todo Bogotá—se movilizaron en las urnas para proporcionarle esa votación adicional. Así, el candidato pudo dar un salto histórico del 39% en la primera vuelta al 50% en la segunda, una verdadera oleada, respuesta a un tono moderado y conciliador de su discurso; y castigo a la inversa a unas limitaciones personales y políticas en cabeza de su opositor, sin condiciones este último de ofrecer un liderazgo y una estatura, acordes con las circunstancias, una deficiencia mal llenada , por cierto, con una postura huidiza frente al debate político.
El fenómeno de la nueva afluencia de votantes en las zonas petristas (también en algunas rodolfistas, como Norte de Santander) contribuyó a su turno, a que la participación fuera más alta en términos globales, a expensas eso sí de la abstención, la que bajó al 42%, cuando históricamente se mueve entre el 48% y el 52%.
En consecuencia, ha sido una elección, esta del 19 de junio, con resultados muy novedosos; a saber: por primera vez gana la Presidencia un candidato de izquierda, además independiente de los partidos dominantes; hubo una competencia reñida, atravesada por una polarización intensa, pero atenuada al final por discursos moderados; y por último, ha sido una competencia que ha implicado una más elevada participación en la segunda vuelta, más que de costumbre.
El triunfo y sus Matices
Once millones, doscientos ochenta y un mil votos (11.281.000) comprometen el apoyo de la mitad del electorado (50,44%); cifra significativa si la hay, en los términos de una legitimación amplia favorable para el nuevo presidente.
Es una mayoría sólida, pero en ningún momento arrasadora: el 3% de superioridad está entre los más bajos, mirados los estándares colombianos; razón para que se reconozca el hecho de que la candidatura perdedora, la de Rodolfo Hernández, con su 47%, consiguió la nada despreciable suma de 10 millones, 560 mil votos, expresión de esa otra mitad de la Colombia ciudadana, la Colombia de la que habló el propio Petro en su discurso de la victoria en el Movistar Plaza; y a la que incluyó en su llamado al Acuerdo Nacional.
Lo he dicho antes: en la campaña presidencial ganó el elector de opinión, mientras fue derrotado el votante de partido; venció el cuerpo electoral de los que se manifiestan bajo la orientación de sus opiniones en la coyuntura, al tiempo que perdieron los partidos. Ahora bien, ese resultado no hace desaparecer por arte de magia a estos últimos, como si huyeran al golpe de un ademán de desdén. Por el contrario, dominan con holgura el escenario parlamentario; me refiero por supuesto a que los partidos del statu-quo mantienen sus mayorías, no a los que tratan de consolidarse como movimientos alternativos.
La situación la ilustra el hecho de que los partidos de corte más tradicional, los cinco que han hegemonizado el espacio político durante los últimos veinte años, suman un número mayoritario de curules en el Senado. Alcanzan entre todos unos 62 senadores, contra los 20 del partido de gobierno; o, más ampliamente, contra los 40 de la muy probable coalición inicial de gobierno, la que surgiría si al núcleo del Pacto Histórico, se agregaran los 5 de las ex – FARC, los 13 del Centro Verde-Esperanza y los dos de las representaciones étnicas.
En tales condiciones, la gobernabilidad para modernizar la política y eliminar la corrupción, al igual que para impulsar las reformas sociales, tendría que ser construida mediante consensos trabajados en una filigrana, plasmada en un encaje de miniatura, no garantizable de antemano.
El Acuerdo Nacional, del que ha hablado Gustavo Petro, adquiere así, no solo el sentido de un discurso en aras de la legitimidad y de la buena ética, sino para el diseño práctico de consensos funcionales, pasados por el cedazo de negociaciones dispendiosas.
Si algunos de los partidos convencionales, los del statu-quo, llegan a declararse en oposición o en independencia frente al gobierno como es lo previsible, las relaciones con el Congreso tendrán que ser manejadas mediante coaliciones transitorias, muy puntuales, dictadas por las necesidades de cada reforma, de cada política pública, esas que requieren la aprobación por parte del Congreso, como una ley o un Acto Legislativo.
En dichas políticas públicas tendrán que estar vertidas las reformas en materia de Medio Ambiente, de democratización de la propiedad y de la lucha contra la pobreza.
Cómo Construir Gobernabilidad
Como nunca antes, en los últimos 70 años, se pondrá al orden del día la construcción de una gobernabilidad, a través de acuerdos difíciles entre los dos subsistemas de participación política que se delinean y comienzan a coexistir en Colombia: el de los votantes de opinión y los nuevos liderazgos independientes, de una parte; y el del bipartidismo tradicional, de la otra. Inéditos escenarios se abrirán entonces para que fluya la acción política en medio de la diversidad y para que se reformule más inclusiva y democráticamente el Contrato Social, recortando privilegios.
El partido Liberal, que ha ofrecido su apoyo al nuevo gobierno, podría muy bien jugar el papel de agente-bisagra para facilitar el enganche entre ambos subsistemas y al mismo tiempo propiciar la formación de una coalición de gobierno mayoritaria en el Congreso; la cual debiera corresponderse con la gestión para forjar el anhelado Gran Acuerdo Nacional.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: La fm
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