Harold Meyerson
Hillary Clinton tenía que hacer tres cosas en el debate de anoche (lunes, 26 de septiembre) e hizo muy bien aproximadamente 2,8 de ellas. En primer lugar, tenía que formular propósitos políticos verdaderamente más sólidos y atractivos que los de Donald Trump. En conjunto, tuvo éxito, aunque todavía no tenga una buena respuesta a la crítica de Trump de las últimas décadas de política comercial (y por eso es por lo que doy un 2,8 de un total de tres). En segundo lugar, tenía que llegar a exasperarle para que se sintiera apremiado a defenderse, que es como decir, a defender lo indefendible. En tercer lugar, tenía que darse cuenta de cuándo dejarle irse, despotricar, ser Donald Trump, y no pisarle interrumpiendo o tratando de refutar lo absurdo. En los puntos segundo y tercero estuvo brillante. Al conseguir irritarle, le pasó la soga. Dejándole despotricar, dejó que se ahorcara solo (eso, añadiría yo, hizo Lester Holt [periodista moderador del encuentro], que evidentemente entró al debate creyendo que dejaría que los candidatos fueran ellos mismos, librándolos en buena medida de sus propias interrupciones, delante de la mayor audiencia a la que se habían enfrentado, lo que periodísticamente era la nota absolutamente justa).
Los tres campos cuyos problemas de verdad se discutieron —por contraposición a los que cayeron presa de las incoherencias de Trump, lo cual operaba en favor de Clinton —fueron la economía, nuestra relación con el mundo y la intersección de las relaciones raciales y los comportamientos de la policía. Sobre esto último, Clinton intentaba de forma clara, y creo que eficaz, llegar a los votantes jóvenes de las minorías, un grupo cuya concurrencia necesita, claramente, alentar. Su discusión de la desbordante reclusión penal masiva de las últimas décadas y el incesante prejuicio racial que afecta y , en muchos lugares, domina la actuación de la policía, no dio puntada sin hilo: mostró que comprendía la urgencia que deja traslucir Black Lives Matter [la campaña “Las vidas negras importan” contras la brutalidad policial] mientras hacía a la vez que la reforma de la policía no sonara amenazadora para los votantes blancos moderados —al menos, para esos blancos moderados que no creen, como querría Trump, que estamos en un momento a lo 1968 cuando ardían en llamas las ciudades. Por contraposición, el monótono truco de ley y orden de Trump sin duda cayó bien en su base, pero no hay modo de añadir votos nuevos a cuenta de ello. El paso de Clinton para aprovechar su base potencial en busca de más votantes le permitió hacer algunos amigos e influir en los indecisos.
El diálogo de los candidatos sobre las alianzas de Norteamérica y la insistencia de Clinton en conservarlas, también funcionó en provecho suyo. Su momento más contundente llegó cuando señaló que sin esas alianzas, se vería reducida nuestra labor de inteligencia sobre las amenazas terroristas, y la encuesta de la CNN posterior al debate mostró que los espectadores creían de manera abrumadora que sería una presidenta más fuerte en política exterior. En lo que respecta a la economía, la insistencia de Trump en los acuerdos comerciales activados por las administraciones de ambos partidos —por una estructura de poder de la cual Clinton fue miembro fundador — tuvo eco entre los espectadores. Clinton respondió haciendo notar que ella se opuso a algunos acuerdos mientras estuvo en el Senado (citó el acuerdo con los países centroamericanos, CAFTA), pero sobre todo señalando que el estrujamiento de la clase media es también resultado de las políticas fiscales y de otro género sesgadas en favor del 1%. Siguió luego —y este debería ser su mensaje central — enumerando las medidas políticas que benefician al 99 %: salarios mínimos más altos, permisos de paternidad y por enfermedad, universidades asequibles. Dejó claro también que esas medidas políticas que requieren del gasto federal se pagarían con mayores impuestos a los ricos.
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