Con la llegada de la revolución francesa, la revolución industrial y la revolución tecnológica que trajo consigo, es decir, con la aparición del capitalismo, choreando sangre por todos los poros de la piel, los humanos abandonaron la aldea y dieron un salto gigantesco en comparación con la lentitud aletargada de los siglos anteriores. Entre guerras, dioses, magia y dolores infinitos, que continúan absurdamente, alcanzó un estatus cósmico: de animales a dioses, como enseña Harari.
El capitalismo, como de un sombrero de mago, hizo aparecer ciudades como por encanto y su desarrollo quitó a la producción su base nacional. Los grandes exploradores, el transporte marítimo, los ferrocarriles, el avión, el desarrollo sin techo de la ingeniería, superaron la geografía y acercaron el mundo.
Desde entonces, el proceso de convergencia entre territorios, naciones, culturas, ha sido constante, a veces en paz, otras en guerras, las más, traducidas en carnicerías humanas inenarrables, el mundo se fue tornando chiquito. La globalización es heredera de esos ríos de sangre, pero también y, fundamentalmente, de esos grandes hitos, de esas descomunales hazañas de viajes impulsados por los vientos y el espíritu de los hombres, apalancado en grandes desarrollos científicos, narradas en el fantástico mundo de Simbad el marino.
Hoy estamos en la inteligencia artificial, el metaverso, el mundo paralelo, los viajes a planetas cercanos, la inocuidad del trabajo, las fábricas sin hombres, las matanzas en vivo, el reinado del hambre, en medio de una cornucopia de abundancia donde la escasez va quedando atrás pero que se mantiene exclusivamente por la codicia infinita de un empresariado sin alma de la que son muestra descarnada las multinacionales petroleras.
Pese a ello, a la presencia del hambre en el mundo que amenaza a una quinta parte de la humanidad y a seiscientos mil africanos de Egipto, Madagascar, Sudán y Yemen que están al borde de morir de inanición, nos acercamos, gracias a la ciencia y a la tecnología, a un mundo donde las que trabajen sean las máquinas y el último humano de este planeta viva una vida digna. Arrimar, acercar, volver realidad este paraíso posible, va a costar sangre, mucha sangre por este capitalismo angurrioso de paraísos fiscales que le huyen a los impuestos como a la peste. Un parto doloroso, como ha sido hasta ahora en la historia de la civilización humana.
Desde esas descomunales transformaciones el planeta es un pañuelo y la globalización su producto inatajable que avizora un mundo mejor, pero que tiene que adecuarse a las condiciones y dificultades del presente, igual que el capitalismo, si la humanidad no quiere acercarse el abismo insondable de la sexta extinción: “Somos la primera generación que puede acabar con el hambre en el mundo y la última que puede resolver el desastre climático”. Lo cierto es que no hemos hecho, ni la primera, ni lo segundo, advierte Ban Ki-Moon, exsecretario General de las Naciones Unidas.
Los últimos acontecimientos han puesto en evidencia la crisis civilizatoria que vive la humanidad: la crisis climática, la pandemia- la de ahora y las que se anuncian-,la aparición de un mundo sin trabajo, la expansión de la desigualdad a límites intolerables, el atascamiento de la cadena de suministros, la invasión de Rusia a Ucrania, los esfuerzos del viejo imperio por rehacer un mundo que ya no le pertenece e imposible de rehacer, la amenaza de una guerra nuclear y la hambruna que consume vidas, hace que estemos asistiendo a una época disruptiva que debilita profundamente las bases de la sociedad mundial y rescata la absoluta pertinencia de las naciones.
La crisis de la cadena de suministros producto de la pandemia que se ha reflejado en los precios al alza a nivel global estimulado por la guerra en Ucrania pone de manifiesto que la globalización, en los tiempos que corren, no es funcional. La interdependencia mundial sujeta al mercado sin regulaciones no es compatible con los esfuerzos por desmontar la crisis climática por el crecimiento infinito que empuja la oferta y la demanda contra la naturaleza. Y, en consecuencia, sobre los países más pobres se despliega la espada de Damocles, de verse sin las fuentes de su desarrollo y de su progreso. Las naciones todavía son la base de la sociedad contemporánea.
No tener dentro de sus límites nacionales agricultura para sus gentes, ni industria para su población que provea empleo, ni vacunas para las pandemias, ni fertilizantes para los sembradíos, hacen inviable su existencia y ello ocasionará enormes erupciones del magma que se cocina en sus entrañas. La distancia que recorren los productos en esta interdependencia global encarece los mismos, agudizando la desigualdad que evidencia la desesperanza, la frustración, la revuelta, el desorden global.
La angustiosa diáspora de los pobres del mundo no encuentra eco en una democracia hipócrita, donde la libertad es un mito y los sueños de un mundo mejor lejos de la tierra que los vio nacer es una pesadilla. De la Colombia perfecta de Duque emigraron el año pasado 45.000 colombianos hacia un destino improbable. La herencia de Duque es maldita: cinco guerras dentro de sus lindes y con enemigos en las puertas de sus fronteras.
La crisis climática no tiene solución posible en el marco del capitalismo de la ganancia máxima al menor costo posible. El crecimiento perpetuo bajo ese marco no es concurrente con los objetivos de las cumbres climáticas y de sus conclusiones que no se cumplen. Tal como están las cosas, el mundo marcha a pasos acelerados hacia temperaturas de 3-4 grados que destruirán la presencia humana sobre el globo terráqueo. Dejar de ganar no está en la filosofía del sistema.
A pesar de las inmensas dificultades que se ciernen sobre la existencia humana sobre el planeta, existe algún hilo de esperanza. La tecnología y la ciencia nos pueden acercar a un mundo mejor avenido con la construcción de una sociedad mundial más amable y empática, sobre la base de una economía colaborativa y una conciencia bioesferica.
De cada cual según su capacidad a cada cual según necesidad es una anticipación genial que el mundo de la inteligencia artificial, la fábrica sin hombres, que explota en un incremento sustancial de productividad, hacen posible. Basado en ello las economías más prósperas alientan el trabajo de dos o tres días a la semana. La Renta Básica que hoy se discute en el mundo, igual que aquí se hace de manera tímida y recelosa, es una realidad en varios países, hace parte de esa esperanza, de esa tendencia irrefrenable.
Las realidades del mundo de hoy transformarán el capitalismo hacia unas formas más participativas dejando atrás la filosofía de todo para los accionistas que ya se discute en las organizaciones empresariales. El capitalismo de la ganancia máxima no es funcional con la preservación de la casa de todos.
La crisis de la cadena de suministro, el calentamiento global, el auge de la desigualdad, está imponiendo una revisión a fondo de la economía global de la interdependencia y de las grandes distancias. Hoy es imperativo el rescate de la producción nacional de los productos esenciales para la supervivencia humana. La autarquía de estados nacionales autosuficientes, para preservar la naturaleza y la empatía entre los hombres son necesarias.
La globalización se irá adaptando para el goce de hombres libres, de la cultura universal, del arte, la ciencia, reducida al intercambio de los productos que no se puedan producir al interior de los países, lo que significa dejar atrás por siempre el capitalismo de la avaricia sin medida que nos tiene en estas crisis social, ambiental tan profunda. La civilización empática empieza a emerger en medio de los dolores del parto aunque en nuestro territorio la vida se desenvuelva en una ordalía de violencia.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: Diario AS
Gregorio Giraldo says
Es un punto de vista miope, contra el globalismo y la desaparición de los estados nacionales y las diferentes patrias llamadas a exterminarse recíprocamente, si no desaparece el antiguo orden. Hay que avanzar sin temor al globalismo, pues el aparente desorden social que se percibe en las redes hará imposible que en él se instale un poder supremo de pensamiento único que pueda extinguir las libertades individuales o la soberanía de las ciudades o la de las familias, pero sí pueda quitarles de encima las desiguales cargas de los estados sobre los elementales que esas instituciones universales y naturales representan, y las que entre ellos mismos se imponen con total arbitrariedad y desequilibrio. El Estado Mundial es necesario, y es la única promesa de poner límites a la codicia y a la crueldad de las multinacionales, los indivíduos, los especuladores dinerarios y los estados más poderosos sobre la humanidad entera, pues inclusive entre ellos se matan sin misericordia.