Los términos del pacto que ahora propone el presidente francés son prácticamente los mismos de los Acuerdos de Oslo, firmados por Isaac Rabin, Yasser Arafat y Bill Clinton en Washington, el 13 de septiembre de 1993. Han pasado desde entonces 32 años en los que el reconocimiento expreso que hizo Arafat de Israel no ha servido para nada distinto a extender y profundizar el régimen de apartheid en la Palestina ocupada e incitar a la continuidad y el agravamiento de las políticas genocidas del pueblo palestino. El inhumano asedio que desde hace 20 meses largos padece la franja de Gaza, es el producto inevitable del incumplimiento sistemático por parte de Israel de los términos de los Acuerdos de Gaza. Macron hace olímpicamente tabla rasa de una historia siniestra, iniciada por el asesinato de Isaac Rabin por un sionista radical y la muerte en circunstancias más que sospechosas de Yasser Arafat. Y hace la propuesta confiando en que las personas honradas de este mundo vamos a creer que, por obra de la magia de sus engañosas palabras, va a surgir de la nada una representación palestina dispuesta a dar crédito a la palabra dada por un Israel que no se arrepiente en lo más mínimo de los crímenes cometidos en los 32 años transcurridos desde la firma de los fallidos Acuerdos de Oslo.
Tal y como lo ratifican las numerosas declaraciones de los ministros de Netanyahu y del propio primer ministro sionista con las que se han esforzado en justificar lo que hicieron y le siguen haciendo a los palestinos de Gaza, que desde hace tres semanas padecen las consecuencias del riguroso bloqueo de la ayuda humanitaria. Fue precisamente “la utilización de la hambruna como un arma de guerra”, uno de los argumentos utilizados por la Corte Penal Internacional para acusar a Netanyahu y a su ministro de “defensa” de entonces de crímenes de guerra y para dictar una orden de captura en su contra. Orden que Macron se negó públicamente a acatar y cuya administración se negó a cumplir durante los dos viajes de Netanyahu a Washington que sobrevolaron el espacio aéreo francés después de la emisión de dicha orden.
Otro “héroe” de la lucha contra los “abusos” de Israel ha sido el primer ministro británico, el laborista Keir Starmer. A petición suya David Lammy, su ministro de asuntos exteriores, declaró públicamente (el mismo 10 de junio de las declaraciones de Macron) que Gran Bretaña actuaría, junto con Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Noruega, para imponer sanciones a dos ministros del gobierno de Netanyahu: Bezael Smutrich e Itamir Ben Gvir. ¿El motivo? Declaraciones de ambos que representan “una incitación a la violencia extremista y a graves abusos de los derechos humanos de los palestinos”. Se excluye a Netanyahu, pese a qué es el jefe de ambos y a que muchas de sus declaraciones públicas podrían ser sancionadas por los mismos motivos. Se omite cuidadosamente el uso de palabras como “genocidio” y de términos como “crímenes de guerra”. Son conscientes de que hay que cuidar mucho las palabras cuando se refieren a quién realmente está al mando.
Los planes para reconocer un estado palestino y la intención de sancionar a dos ministros de Netanyahu, se desvanecieron en el aire apenas tres días después: el viernes 13 de junio, cuando Israel realizó su brutal ataque militar a Irán. Ninguno de los lideres ya citados condenó un ataque militar que causó cerca de un centenar de muertos, incluidas mujeres y niños y que violó evidentemente la Carta de las Naciones Unidas. Ellos y otros lideres políticos de la misma cuerda, hicieron suya la respuesta que dio Antonio Guterres, el secretario general de la ONU. Omitir cualquier mención a la agresión israelí y llamar a impedir “la escalada del conflicto”. Llamado que, en contexto, implicaba la condena o la descalificación de antemano de la previsible y legitima respuesta militar iraní al sorpresivo e injustificable ataque del régimen sionista. Implicaba algo todavía más grave, si cabe, negar que Israel es el país agresor e Irán el país agredido. Si se adopta esta definición, la carta de la ONU obligaría a actuar contra Israel.
Entre el lunes 15 y el martes 16 de este mismo mes se reunió en Canadá la Cumbre del G7 y la agenda inicial estaba centrada en la guerra de aranceles desencadenada por Trump y, adicionalmente la renovación del apoyo al régimen de Zelenski. El ataque israelí a Irán la puso patas arribas. El mismo lunes Trump se marchó apresuradamente arguyendo que tenía cosas más importantes que hacer. Cuando Macron afirmó el presidente de Estados Unidos marchaba precipitadamente de la Cumbre en busca de un “cese el fuego” entre Irán e Israel, Trump replicó: “Él no tiene ni idea de lo que estoy haciendo, que es mucho más importante que un alto el fuego”. El martes los participantes decidieron dar la Cumbre por terminada. La declaración oficial se ocupó, como no podía ser de otro modo, de la “crisis iraní”. En la misma se reitera lo que los lideres del G7 vienen repitiendo desde el día siguiente del ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023: Israel tiene el derecho a defenderse. E igualmente reitera “el apoyo incondicional a Israel” y afirma que “Irán es la principal fuente de inestabilidad y terror en el Medio Oriente”. Y considera inaceptable la existencia del “programa nuclear” iraní, a pesar de que en mayo pasado Tulsie Gabbard, la directora nacional de inteligencia de la administración Trump, presentó al Congreso un informe avalado por las 17 agencias de inteligencia estadounidense, que certifica que Irán no ha reactivado hasta la fecha su programa nuclear desde la suspensión en 2003 del mismo.
Irán el país que desde el triunfo de la revolución islámica en 1979 no ha atacado ni agredido a ningún país. Y que he cambio ha tenido que soportar la cruenta guerra que le declaró el Iraq de Saddam Hussein, en 1980, que duró 8 años, que contó con el apoyo de Washington y que se saldó con más de un millón de muertos. Los repetidos ataques cibernéticos de Israel a sus centrales nucleares y el incesante goteo de asesinatos “selectivos” de sus científicos nucleares y de sus generales por el régimen sionista. Para no hablar del duro régimen de sanciones al que lo tiene desde entonces sometido Estados Unidos. Israel, en cambio, en el mismo periodo histórico, ha invadido y/o bombardeado repetidamente a Gaza, Líbano y Siria, y realizado los recurrentes ataques a Irán que mencioné antes. Incluido el bombardeo de la embajada de Irán en Damasco del 1 de abril de 2024, antecedente inmediato del realizado el fatídico viernes 13 de este mismo mes.
Cierto, no he mencionado hasta ahora a Donald Trump. Y no lo hecho porque creo que es más que evidente que su apoyo sin fisuras a Israel ha sido una constante de su vida política y de dos gobiernos. Y porque también es evidente que ha apoyado la decisión de apoyar el llamamiento a la guerra contra Irán formulado por Benjamín Netanyahu. Y las exigencias que este último plantea la plantea a la república islámica: cero actividades de enriquecimiento de uranio y total desmantelamiento de su industria de misiles y de los arsenales que actualmente posee. O sea, su “rendición incondicional”, tal y como lo afirmó en un mensaje publicado en su cuenta de Truth Social del martes pasado. Sobre su actitud frente al genocidio del pueblo palestino, me basta con recordar su propuesta de expulsa a los gazatíes de su territorio y construir en su lugar “un resort de lujo”.
Coda
Concluyo preguntando por qué razón el Occidente que se considera a sí mismo modelo de democracia y considera a Israel “la única democracia del Medio Oriente”, permite, consiente o directamente ejecuta políticas genocidas. La respuesta cabal a esta pregunta supone exponer y analizar una multitud de factores de todo tipo. Algo que excede sobradamente los límites de este simple artículo. Pero aún así me atrevo a señalar uno que tiene una dimensión que en principio puede calificarse de religiosa. Todos los analistas y observadores serios se preguntan por la naturaleza del vínculo entre Estados Unidos e Israel que resulta anómalo porque aparente o realmente invierte la relación de poder entre el uno y el otro. Estados Unidos, el hegemón al que todos debemos obediencia, se somete sin embargo a lo que decida Israel. El caso de la guerra contra Irán que vengo de analizar corrobora esta sorprendente inversión en las relaciones de poder: Trump hace lo que Netanyahu ordena y no al revés. Pero no es el único caso. Antes de él hicieron lo mismo Joe Biden, Clinton et altri.
Yo no descarto que esta subordinación se deba al papel cumplido por AIPAC, el todo poderoso lobby sionista, cuyas donaciones consiguen “el mejor Congreso que el dinero puede comprar”. Pero pienso que hay una explicación adicional de orden civilizatorio. Y es que la democracia en Estados Unidos e Israel comparte un origen histórico semejante. En ambos países fueron fundadas por movimientos religiosos disidentes que, perseguidos en las metrópolis en las que nacieron, buscaron en las colonias la posibilidad de forjar una sociedad a imagen y semejanza de sus creencias, su ética y sus convicciones políticas. En el caso de los Estados Unidos la democracia fue fundada por una alianza de calvinistas y puritanos y en el de Israel por disidentes del judaísmo ortodoxo, que consideraba una herejía el proyecto de crear el Estado de Israel. En ambos casos, su guía era la Biblia y junto con ella la convicción de ser el pueblo elegido por Dios, su ética la de separación radical entre los ellos y los otros, y su política la derivada de un modelo eclesial en el que la asamblea de creyentes guiada por un pastor o un rabino que se orienta exclusivamente por la Biblia, claramente opuesto al modelo eclesial estrictamente jerarquizado, representado de manera ejemplar por las iglesias anglicana y católica.
Esta democracia de creyentes ha demostrado ser perfectamente compatible con el modelo de colonización que, el historiador judío Ilan Pappe, ha llamado de “asentamientos”. El modelo de colonización en la que los pioneros que desembarcan en país ajeno, se apoderan de él y exterminan a los nativos para entregar sus tierras y recursos naturales a sus correligionarios venidos de la metrópolis. El reconocimiento de este origen histórico común permite comprender mejor la estrecha imbricación entre Estados Unidos e Israel. Es la democracia que no se considera incompatible con el genocidio.
Con esta perspectiva habría que leer de nuevo El origen calvinista de nuestras instituciones políticas de Alfonso López Pumarejo.
Carlos Jiménez
Foto tomada de: Los Angeles Times
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