Compromiso histórico. Eurocomunismo. Carrillismo. Son conceptos que ahora aparecen en el retrovisor, y que evocan el sorpasso, que tanto temía Indro Montanelli –Turatevi il naso ma votate DC!–y que nunca llegó a celebrarse en la via delle Botteghe Oscure de Roma –histórica sede del PCI–. Pero que también evocan la aspiración por un movimiento popular en el sentido transversal y, en algunos casos, la renuncia al antagonismo y la apuesta por una izquierda de orden con encaje en la institución.
¿Qué tiene que ver el acuerdo de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, con el compromiso histórico del PCI, el eurocomunismo de Enrico Berlinguer y Georges Marchais, el carrillismo del PCE en la Transición?
¿Conseguir por primera vez en 80 años una vicepresidencia y un puñado de ministerios es sinónimo de izquierda domesticada, es cruzar el umbral de la izquierda de orden o, por el contrario, es una conquista histórica arrancada al sistema y que altera el statu quo de forma inédita?
El eurocomunismo fue una expresión teórica de los partidos comunistas en los países occidentales a partir de los años 60, la línea hegemónica en el caso del poderoso PCI, pero también en el PCF y el PCE. El eurocomunismo teorizaba el “compromiso histórico” acuñado por Palmiro Togliatti tras la Segunda Guerra Mundial, de acercamiento entre clases sociales y entre partidos políticos.
“Después de la Segunda Guerra Mundial hay un debate en el comunismo italiano sobre si el PCI tiene que ser el partido de la clase obrera italiana o si tiene que ser el partido del pueblo italiano”, explicaba el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, a eldiario.es: “Es la tesis que defiende Togliatti, planteando que el PCI tiene que ser un partido que vaya más allá de la clase obrera, un partido que se extienda también en el Gobierno italiano y se convierta en un partido de tipo popular, un partido que fue mucho más allá de la clase trabajadora y fue de alguna manera un partido popular entendiendo lo popular como lo transversal”.
Iglesias, quien vivió en Bolonia parte de su época universitaria, “esa Bolonia del PCI” a la que llegó como militante de la UJCE y en la que descubrió la idea de que “el PCI intentó ser un partido popular, como a su manera también lo fue la DC”, reconoce la aspiración del PCI de convertirse en los 70 en una “fuerza popular, nacional popular, aunque no llegara a gobernar el país a pesar de su política de compromiso histórico que llevara a Berlinguer a aceptar incluso la OTAN”.
Con el paso del tiempo y la caída del Muro de Berlín en 1989, termina llegando la disolución del PCI, la svolta della Bolognina de Achille Occhetto, y la integración de la formación política en la familia europea socialdemócrata.
Tres días después de la caída del Muro, el 12 de noviembre de 1989, cuando ahora se cumplen tres décadas, el entonces secretario general del PCI, Achille Occhetto, se presentó por sorpresa en un acto de conmemoración del 45º aniversario de la batalla partisana de la Bolognina. Ante un grupo reducido de militantes y partisanos, Occhetto se levanta, toma la palabra lanza el siguiente mensaje, sin haberlo acordado previamente con su dirección: “Hay que seguir con el mismo valor demostrado durante la Resistencia. Gorbachov, antes de comenzar con los cambios en la URSS, les dijo a sus mayores: ustedes han ganado la Segunda Guerra Mundial, y si no quieren que se pierda ahora, hay que afrontar grandes transformaciones. No hay que continuar”, prosiguió Occhetto, “por viejas carreteras sino inventar nuevas para unificar a las fuerzas de progreso”. Y cuando los periodistas le preguntaron si apuntaba a un cambio de nombre del PCI, contestó: “Puede pasar de todo”.
El PCI nunca llegó el Gobierno, nunca terminó de producirse el sorpasso, se enfrentó hasta a coaliciones de cinco partidos para impedir que entrara en el Consejo de Ministros. Cosa que cambió en cuanto se disolvió y cambió de nombre y de familia política europea.
“¿Cuál es el problema?”, se preguntaba el coordinador federal de Izquierda Unida, Alberto Garzón, “que si te diriges a la clase social pueblo, única y exclusivamente, estás dirigiéndote a un conjunto muy heterogéneo donde también puede haber contradicciones. Ese es el debate que se ha planteado, no solo en Italia, sino en todas partes. Gramsci creo que lo hizo muy bien, pero el eurocomunismo coge a Gramsci y lo modera y lo convierte en un instrumento de propaganda política hacia adentro. Gramsci murió en la cárcel. Gramsci quedó como un mito enorme con una capacidad intelectual brutal. Fue fundador del Partido Comunista Italiano. Pero Togliatti y los que le siguieron solo cogieron de Gramsci lo que les interesaba. Y, al final, Gramsci es reivindicado por Íñigo Errejón, Gramsci es reivindicado por nosotros, que hay una distancia sideral. Gramsci es reivindicado por Santiago Carrillo, Gramsci es reivindicado por Togliatti. Ni discurso, ni solo institución. Práctica política. ¿Cómo convenzo a mi vecino, a mi vecina, a mis amigos, a mis familiares, que sé que sufren la crisis y el capitalismo y tengo que convencerlos para un proyecto de emancipación? Con una serie de parámetros ideológicos, pero tengo que convencerlos”.
Santiago Carrillo da una vuelta de tuerca a lo teorizado por Togliatti y Berlinguer. “Quizá no le quedó más remedio que decir sí a todo”, dijo Iglesias en el Congreso de los Diputados, para después marcar distancias: “No somos una izquierda de su orden. A Carrillo le perdonaron todo, hasta que se reuniera con Stalin; a nosotros no nos perdonan que les digamos lo que son”.
“En aquel momento se elegía entre democracia y dictadura”, dijo Garzón, “y la democracia no la trajo ni Fraga, ni Suárez ni Carrillo, la trajo la gente que luchó en las calles contra la dictadura. Hoy elegimos otra cosa: un nuevo modelo social”.
Cuando llegó el momento de redactar la Constitución del 78, el peso del PCE –19 escaños en manos de la dirección del exilio de Santiago Carrillo– era equivalente al de los posfranquistas de Manuel Fraga (16 escaños). El búnker y el mayor referente del antifranquismo estaban empatados. El pacto fundamental se produjo entre el reformismo de la UCD y el del PSOE, al que se sumaron tanto Fraga como Carrillo, con renuncia a la República incluida –a la bandera, a llevar a la justicia los crímenes del franquismo–.
Aquel fue el contexto en el que se cimentó el régimen del 78, con el miedo a la violencia pero también con el afán de la reconciliación, que ha producido paradojas como que el Valle de los Caídos, un monumento a un dictador, sobreviva cuatro décadas después –desde hace unas semanas sin Franco enterrado–, y que decenas de miles de personas sigan en cunetas y fosas comunes.
“Carrillo fue de orden”, decía Garzón, y “la izquierda de orden”, que mencionaba Iglesias en la tribuna del Congreso y que describía Garzón, venía a ser representada por aquella izquierda más proclive a la gobernabilidad que viene a apuntalar el actual estado de las cosas. “A la oligarquía de nuestro país le gustaría contar con una izquierda domesticada que repitiera la táctica de Santiago Carrillo en la primera Transición”, decía Garzón para reiterar: “Nosotros decimos que no vamos a ser esa izquierda domesticada”. El líder de IU respondía así a las críticas contra su estrategia de impugnar la Transición.
¿Logrará el Gobierno domesticar a Unidas Podemos si al final hay investidura y se materializa la coalición con el PSOE? ¿Dejará Irene Montero de señalar a los fondos buitres por desahuciar familias? ¿Y Alberto Garzón dejará de apuntar a los bancos? ¿Y Pablo Iglesias dejará de defender una compañía eléctrica pública y de pedir que las multinacionales y los que más tienen paguen más impuestos? ¿Y dejará Yolanda Díaz de defender a los trabajadores de Alcoa? ¿Dejarán de hacerlo o trabajarán para ello?
Manuel Vázquez Montalbán retrataba de esta manera la Transición en una entrevista emitida después de su fallecimiento en el programa Epílogo, de Canal +, en 2003: “En política las únicas consecuencias reales vienen de lo que se llama la correlación de fuerzas. Cuando Franco desaparece, en España no se pudo establecer una correlación de fuerzas sino una correlación de debilidades. Ninguno de los implicados estaba en condiciones de imponer su potencialidad sino de que respetasen su debilidad. Por lo tanto yo ni he perdonado ni he olvidado, soy lúcido; en ese sentido conozco los límites del desquite y la inutilidad del desquite, pero la inutilidad del desquite y el ser lúcido sobre la inutilidad del desquite no quiere decir que haya perdonado ni que haya olvidado. En ese sentido, para mí uno de los lemas más hermosos de la Guerra Civil no es ni el más vale morir de pie que vivir de rodillas de la Pasionaria ni el no pasarán sino que es el de Margarita Nelken: ni olvido ni perdono”.
“La institucionalización supone quedar atrapado en la lógica institucional”, alertaba Garzón, “y ello tiene implicaciones políticas, pero también implicaciones operativas –el despliegue de recursos de tiempo, energía y personas en las instituciones supone un enorme coste de oportunidad–. Ese, y no otro, ha sido el principal problema de la izquierda tradicional con la que no se identificaba el 15M. Sólo que con un agravante, que esa institucionalización fue una firme apuesta ideológica”.
“El carrillismo emplea un pragmatismo mal entendido que le lleva a ceder todas sus posiciones a cambio de mínimos –pero comodísimos– espacios de institucionalización”, escribía Garzón, quien recuerda la intervención del entonces secretario general del PCE en la tribuna del Congreso el 31 de octubre de 1978: “Nuestro acuerdo con la Constitución empieza porque la consideramos una Constitución válida para todos los españoles, una Constitución de reconciliación, una Constitución que viene a hacer punto y raya con el pasado de luchas civiles, con el pasado de división que ha conocido nuestro país; una Constitución que refleja las realidades político-sociales y culturales de la España de hoy y que, además –y esta es una de las razones por las que la votamos sin vacilar–, no cierra el camino al progreso de nuestro país, no cierra el camino a las transformaciones sociales para las cuales nosotros existimos como partido. Es decir, se trata de una Constitución –y por eso vale para todos– con la cual sería posible realizar transformaciones socialistas en nuestro país”.
Hace una semana, Iglesias hacía una lectura distinta de la Constitución, no como una supuesta herramienta capaz de “transformaciones socialistas”, sino como un “cinturón de seguridad” ante Vox: “Creo que me toca asumir, como alguien que a lo mejor está en el próximo Gobierno, qué se puede hacer para conjurar los peligros de la extrema derecha. Qué estamos dispuestos a hacer. Creo que toca hacer algo que nos hubiera costado hace unos años. Nosotros queríamos una Constitución mejor, y ahora tenemos la sensación que la Constitución del 78, con todos sus defectos, contiene una serie de artículos que son el mejor cinturón de seguridad para defender a las mayorías sociales de la extrema derecha”. En 2016, el bloque político de Iglesias estuvo a punto de adelantar al PSOE en las urnas. En 2019, esa posibilidad se ha truncado. Además, el repunte de Vox, la crisis catalana y la posibilidad de una desaceleración económica terminan de cerrar, al menos de momento, la oportunidad de romper “el candado del 78”, como se teorizaba en los orígenes de Podemos.
El líder de Unidas Podemos, como ya hizo en la campaña del 28A y el 10N –y como en su día hiciera Julio Anguita, quien también proclamó roto el pacto constitucional en la fiesta del PCE de 1996–, reivindica artículos de la Constitución menos nombrados que el 155: “Algunos de nuestros padres y abuelos nos dejaron artículos que dan seguridad frente al miedo de la extrema derecha: que toda la riqueza estará supeditada al interés general, que el sistema fiscal tiene que ser distributivo, que las remuneraciones tienen que ser dignas, que la vivienda es un derecho, o que las pensiones se tienen que actualizar de manera regular. Un Gobierno progresista tiene que ofrecer seguridad en un contexto de desaceleración económica, pero esa seguridad no tiene que ver con los muros, sino con proteger salarios, pensiones, que la educación sea un derecho”.
Del eurocomunismo al Gobierno de coalición: ¿izquierda domesticada? ¿izquierda de orden? ¿Carrillismo? “Lo que estamos haciendo es precisamente lo contrario”, concluye convencido Iglesias.
Andrés Gil
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