Las protestas han desnudado un creciente inconformismo e indignación con este Gobierno, pero también con la forma como política y económicamente se ha manejado el país en los últimos años. Si algo resalta de todo lo ocurrido, es que los manifestantes tienen la intuición que algo anda muy mal, y por eso se unen y salen a marchar por ello, pero luego no se ven identificados plenamente en las agendas que se reivindican frente al Gobierno, ni son capaces tampoco de imponer una agenda desde las calles. Mejor dicho, tenemos unas exitosas marchas y manifestaciones en los espacios públicos (incluidos los virtuales), donde se reivindican de forma desarticulada muchos temas, pero hace falta agenda, entendiendo por agenda un programa conjunto, coherente y estratégico de reclamos y exigencias ante el Gobierno, que identifique a la mayoría de los que pueblan las calles, golpean una cacerola o se manifiestan en las redes sociales.
En este disperso escenario, tres grandes temas se han destacado tanto por lo gruesos, como por lo difusos a la hora de pretender aterrizarlos; por esto, estos tres grandes asuntos vale la pena estudiarlos, profundizar en ellos e intentar convertirlos en parte de una agenda política que integre los cambios a exigir y que de norte a la movilización. El primero de ellos es la corrupción, que es un fenómeno que debe ser visto y abordado más allá del populismo punitivo (aumento de penas) y de la rabiosa indignación, con una mirada desde la educación, la cultura y el control social, desnudando eso si, las conductas de los macro escenarios políticos donde se roban la mayor parte de los recursos públicos, pero también en los micro ambientes, donde hacen igual de daño las conductas del ventajismo y la trampa a la ley.
Corrupción entendida como abuso del poder, que es lo que indigna a la gente, y que debe ser atacada desde cualquier espacio donde este poder, por grande o pequeño que sea, se utilice de forma corrupta. En la familia acabando con las relaciones de sumisión corruptas, entre hombres y mujeres, que derivan en violencia intrafamiliar; en los barrios con las relaciones comunitarias corrompidas de asociaciones o juntas de acción comunal al servicio de sus propios intereses y no de los vecinos; en la escuela con la forma en qué se está educando a nuestros hijos y como se administran los recursos para su educación, porque mientras no eduquemos en la ética para la vida, sino para la competencia, seguiremos graduando personas para el ventajismo y la corrupción; en las universidades para que la educación deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho de las clases populares, al que solo pueden acceder por medio de una rifa llamada Ser Pilo Paga, o de una hipoteca de su futuro en el ICETEX. Para que no se tolere nunca más que los dineros de la educación superior pública se gasten en burdeles y carros de lujo por los directivos de estas y para que esa universalidad, que es la principal característica de la educación universitaria, no se restrinja a espacios cada vez más privados y restringidos por el lucro.
Y en el escenario político, donde el problema de corrupción está en la forma en qué hemos diseñado la manera de llegar al poder, a través de un gasto escandaloso de recursos, donde se involucran dineros de toda calaña, desde empresarios en busca de réditos futuros (los mismos causantes de la aberrante desigualdad), hasta mafias en busca de poder local y de lavar sus activos. Por eso reducir el tema de corrupción a nimiedades como el salario de los congresistas, cuando de frente nos están robando todos los años billones de pesos (millones de millones de pesos), es algo que raya en lo ridículo. Nadie marcha y protesta solo para que los congresistas no se ganen 32 millones sino 20 millones, marchamos para que lo de Odebrecht, lo de Reficar, lo del Fondo Premium, lo de las EPS, lo del Cartel de la Toga, lo de los planes de alimentación escolar, lo de Aida Merlano, lo de los Nule, entre otros desfalcos, no vuelvan a pasar.
El segundo tema, vinculado estrechamente al anterior, es la aberrante desigualdad de nuestro país. Desigualdad que se da en un plano territorial, con departamentos y regiones enteras sometidas, desde los centros de poder político y económico, a la exclusión y la violencia; como es el caso del Departamento del Chocó o la región de la Amazonía, por ejemplo; o con sectores poblacionales de nuestro país condenados a la pobreza como los campesinos, los indígenas o las comunidades negras del pacífico, o con zonas dentro de nuestras ciudades expulsadas a la periferia y la miseria, como Ciudad Bolivar en Bogotá o Agua Blanca en Cali. Desigualdad que a su vez se da en el plano social, con las cada vez más extensas diferencias entre millones de personas que han caído en la miseria y la pobreza extrema y unos pocos individuos que viven en una criminal opulencia (los mismos causantes de la gran corrupción política), dos caras de una misma moneda, donde los primeros solo cuentan para intentar lograr algún cambio con el voto, convertido hoy en una clientela de subsidios, y con las formas de protesta social, que son restringidas y reprimidas por la fuerza, y los segundos, con el poder de la financiación de las campañas y su incidencia y lobbying ante el Congreso y las altas esferas del Gobierno, para mantener o aumentar sus privilegios.
Y el tercer gran tema, es la criminal depredación de la naturaleza en Colombia, la condena a muerte de nuestros ríos por la minería, la sentencia a desaparecer de la faz de la tierra de cientos de especies animales que se extinguen por la codicia de unos pocos, la tala indiscriminada de árboles, tanto en nuestras selvas de la Amazonía, como en las ciudades, empezando por Bogotá, y esto, en el marco de una creciente consciencia mundial por el medio ambiente y la preocupación elevada por el cambio climático. Las recientes consignas por la defensa de la vida en todas sus expresiones, son una cadena de manifestación e indignación contra la venta de nuestro futuro vital a las grandes transnacionales mineras, que se conectan con las pasadas consultas populares para prohibir la minería en los territorios que han dado valientes comunidades, y la irrupción de políticas públicas de mandatarios comprometidos con la naturaleza que se oponen con firmeza a la destrucción del territorio o a la fumigación con el dañino glifosato, como ha sido la lucha liderada desde el Sur por el saliente Gobernador de Nariño, Camilo Romero.
La corrupción, la desigualdad y la criminal destrucción de la naturaleza son tres fuentes de indignación ciudadana que deben tener un referente político claro de canalización, con un programa serio, que este lleno de acciones a seguir y, ante todo, en un lenguaje que conecte y de sentido a dicha indignación.
En 2020 lo más probable es que, bajo el impulso de las manifestaciones en varios países de América Latina, las protestas en las calles de Colombia continúen, pero habrá que ayudar a darles norte, propósito y sentido, con una agenda osada pero real de materializar y, los más importante, con un triunfo en el corto plazo que le de oxigeno al nuevo movimiento social que escapa a la lógica tradicional que había estado hasta ahora al frente de las movilizaciones.
Movimiento que siente a las instituciones del Estado incapaces de resolver el descontento social, pero que tampoco encuentran un punto de apoyo en la oposición, lo que evidencia un divorcio entre esta nueva generación y la representación política. Movilización que puede ayudar a generar la palanca que impulse cambios estructurales en nuestra sociedad o, por el contrario, termine ayudando, en su propio cansancio, a legitimar y atornillar a un Gobierno que resultará beneficiado de una movilización inane y que termina diluyéndose ante la ausencia de propuestas concretas reivindicándose en las calles. Se corre por esto el peligro enorme que, las imágenes estratégicamente utilizadas en los medios de comunicación de hechos vandalicos, den la excusa al gobierno para radicalizar sus posturas, fortalecer la represión social, a través de los organismos de seguridad del Estado, y pretender criminalizar y militarizar los brotes de la protesta social.
Estamos ante un país que no sabe lo que quiere, un país que no quiere la guerra pero que no sabe como construir la paz; y parte de la culpa de esta confusión radica en los liderazgos políticos que, desde sus distintas orillas, atizan las confrontaciones y enervan las radicalidades de la polarización. Polarización que se encuentra en fase de desgaste, junto a los liderazgos que la encarnan (de la derecha a la izquierda del espectro político), por tanto es una coyuntura política que favorece liderazgos nuevos, liderazgos construidos desde abajo, en los territorios. Escenario que será propicio para quien sepa escoger muy bien qué temas enfrentar estratégicamente en el año 2020, que peleas vale la pena dar y cuales no, con qué aliados estratégicos y, sobretodo, que sepa tender lasos para facilitar y dar muestras reales y materiales para la reconciliación nacional.
Gabriel Bustamante Peña
Foto tomada de: El Espectador
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