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Colombia: un país con pena de muerte

10 noviembre, 2025 By María Consuelo Del Rio Leave a Comment

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Colombia es un Estado Social de Derecho que pertenece al sistema interamericano de protección de derechos humanos. Nuestra Constitución Política es clara: la pena de muerte está absolutamente prohibida.[1] Sin embargo, la historia del país demuestra una aterradora contradicción entre la norma escrita y la práctica estatal: la ejecución extrajudicial, una forma de pena de muerte material o de facto.

Una ejecución extrajudicial se define como la privación arbitraria de la vida por parte de agentes del Estado (fuerzas militares, policía u otros funcionarios) actuando fuera de un proceso judicial legalmente establecido. Estos actos no son simplemente homicidios; representan la violación más grave del Derecho a la Vida, un derecho fundamental y no derogable y constituyen crímenes de Derecho Internacional.

Desde la óptica jurídica, los eufemismos utilizados históricamente para justificar el exterminio—como “dar de baja”, “ley de fuga”, o “ajusticiar”—encubren graves violaciones. El fenómeno de los “Falsos Positivos” (2002-2008) es el ejemplo más sistemático y masivo de ejecución extrajudicial en la historia reciente de Colombia. Consistió en el asesinato deliberado de civiles (en su mayoría jóvenes, personas sin hogar o con discapacidad) a manos de miembros del Ejército Nacional, quienes luego alteraban la escena del crimen, vestían a las víctimas con uniformes de combate y las presentaban como guerrilleros o delincuentes muertos en combate para obtener ascensos, condecoraciones o beneficios.

La impunidad inicial y la negación de los hechos por altas esferas del poder facilitaron la continuación de esta práctica. Reveló una política institucionalizada de incentivos perversos (el conteo de “cuerpos”) que priorizaba la apariencia de éxito militar sobre la legalidad y la vida humana.

Pero no era novedosa esa práctica en Colombia. Desde años atrás se practicaba “la ley de fuga” y las órdenes de aniquilamiento y de “dar de baja” a delincuentes. Un caso de gran recordación ocurrió en la década de los 60 del siglo pasado: Efraín González[2] era un delincuente de alta peligrosidad y uno de los últimos y más notorios “bandoleros” que desafió la autoridad del Estado. Sin embargo, en el momento de su muerte no fue detenido, juzgado ni sentenciado. Su muerte fue el resultado de una operación militar de más de 200 hombres diseñada para su eliminación, no para su captura y posterior sometimiento a la justicia. Esto constituye una pena de muerte de hecho. El Estado, desde esa época, ha priorizado la eliminación física por encima de la legalidad, lógica que ha aplicado contra otros delincuentes y grupos armados, sin juicio ni defensa.

En estos días se conmemoró la toma y retoma del Palacio de Justicia ocurrida en 1985 en la que el Estado Colombiano demostró con creces su desprecio absoluto al derecho a la vida, pues además de destruir el palacio con dos incendios provocados por las fuerzas armadas, como está completamente demostrado en los expedientes judiciales, se ejecutó sin fórmula de juicio a 16 guerrilleros que salieron vivos del palacio[3]. Fueron claras ejecuciones extrajudiciales.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Rodríguez Vera y otros vs. Colombia condenó al Estado por las ejecuciones extrajudiciales desapariciones forzadas de personas que salieron con vida del Palacio[4]. La Corte IDH enfatizó que, incluso en un escenario de conflicto, la vida de una persona que se ha rendido (fuera de combate o hors de combat) debe ser respetada. Su ejecución es una violación de las normas de protección internacional.

Muchos son los casos en que el Estado colombiano ha dado la orden deliberada de aplicar la pena de muerte que legalmente no existe. Y esto ante la mirada complaciente de una sociedad que aplaude la muerte. Tal como ocurre con los falsos positivos y las muchas ejecuciones extrajudiciales de delincuentes y de opositores políticos, cuando el Estado utiliza la fuerza aérea de manera letal contra un objetivo criminal o insurgente, sin proceso judicial y con la intención específica de exterminar, opera la lógica de ejecución extrajudicial masiva, pues la operación se planea con el objetivo primario y casi exclusivo de matar al individuo o grupo objetivo, evadiendo la captura y el subsiguiente juzgamiento penal. Los bombardeos solo son legales cuando se dirigen únicamente contra un objetivo militar legítimo, en el marco de un conflicto armado interno o internacional pero nunca como una estrategia de política criminal.

El bombardeo que resultó en la muerte de alias “Guacho”[5]  o el bombardeo de campamentos de las FARC en la que se causó la muerte de menores de edad[6], demuestran esta aplicación de fuerza letal sin juicio previo. Si bien en el DIH la muerte de un combatiente en un ataque legítimo es diferente a una ejecución extrajudicial de un civil, cuando la operación se dirige primordialmente a eliminar a un criminal para evitar su captura y juzgamiento, su resultado es idéntico al de una pena de muerte sumaria.

Quizás el elemento más grave  es la normalización de las ejecuciones extrajudiciales en el imaginario colectivo. La retórica política que promueve la “mano dura” y la eliminación física de criminales con expresiones y órdenes como “dar de baja al bandido”, “el que la hace la paga con la vida” ha calado en muchos sectores de la opinión pública que llegan a justificar y a celebrar estas muertes arbitrarias.

Afirmaciones de los jefes de Estado colombianos ordenando o festejando la muerte han sido definitivos en esa normalización de la narrativa que justifica la muerte.

El  presidente Juan Manuel Santos tras la muerte de Alfonso Cano, máximo líder de las FARC-EP, quien fuera ejecutado extrajudicialmente siendo negociador de paz, expresó  “El tiempo de las Farc se sigue agotando. No ofrezcan sus vidas por un proyecto fracasado, por defender a unos jefes intransigentes. ¡Desmovilícense! […] La intransigencia sólo lleva a la muerte o la captura.”[7]

Durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez la retórica se centró en la derrota militar de los grupos armados: “A esos bandidos hay que combatirlos con toda la contundencia… El objetivo es capturarlos o darlos de baja.” “Hay que perderle el miedo a los bandidos para poderlos derrotar.” / “No podemos dejar la culebra debilitada pero viva, hay que matarla…”[8]

Podríamos abundar en ejemplos de esa normalización de la muerte que adicionalmente se reproduce a diario en los medios de comunicación y en las conversaciones de la sociedad colombiana. ¿Por qué las órdenes de los mandatarios han sido las de “dar de baja” y no la de capturar y judicializar? A quienes han detentado históricamente el poder del Estado, les conviene mantener la narrativa que normaliza la muerte porque les ha resultado útil para continuar en el ejercicio del poder y mantener así el statu quo.

Son muy graves las consecuencias sociales de esa normalización de la pena de muerte de facto pues hay un evidente deterioro del Estado de Derecho ya que al aceptar la ejecución sumaria, la sociedad tácitamente renuncia a la confianza en el sistema de justicia y se valida la idea de que la fuerza estatal está por encima de la ley. Esa normalización se basa en la deshumanización de la víctima (guerrillero, delincuente, desplazado) que son etiquetados como “irrecuperables” o “desechables” para facilitar la aceptación de que sus vidas pueden ser arrebatadas sin proceso, lo que fue el motor ideológico de los mal llamados “falsos positivos”.

Los asesinatos que está cometiendo el gobierno Trump bombardeando a lancheros y pescadores del Mar Caribe debería haber levantado la indignación nacional, pero la conciencia colectiva parece estar dormida. Ha sido en este caso el gobierno nacional en cabeza del presidente Petro el que ha rechazado con vehemencia estas arbitrarias ejecuciones extrajudiciales, tan propias del autoritarismo tradicional de la derecha.

La impunidad y la justificación social de estas prácticas perpetúan el ciclo de violencia y la desconfianza en las instituciones.

La aceptación de la “pena de muerte de facto” como una solución rápida a la criminalidad es una derrota moral y legal para la nación. Implica la renuncia a los principios del debido proceso, la presunción de inocencia y la prohibición de la justicia por propia mano, cimientos esenciales de cualquier democracia que respete la dignidad humana. El día que la sociedad celebra una ejecución extrajudicial, el Derecho y la Constitución pierden su batalla contra la barbarie.

Por lo anterior es necesario combatir la normalización de la violencia y la muerte arbitraria en la mente de los colombianos lo que requiere una estrategia integral que va más allá de lo puramente legal, abarcando la educación, la memoria y la justicia efectiva.

Es vital promover una nueva cultura ciudadana que revalorice la vida humana a través de estrategias de educación en Derechos Humanos y DIH, incluyendo estos temas de manera transversal en los currículos escolares y universitarios. Se debe enfatizar que el derecho a la vida es el pilar de la democracia y que, incluso la vida del peor criminal, está protegida por la ley hasta que un juez defina su pena, respetando el debido proceso. Así mismo debe desafiarse la retórica política y social que deshumaniza al “enemigo” y que celebra la eliminación. Promover un lenguaje que centre la discusión en la justicia restaurativa y la legalidad en lugar de la venganza.

La memoria histórica y el reconocimiento son  fundamentales para que la sociedad comprenda la magnitud del horror y el daño causado por la violencia estatal y no estatal. La creación de museos de memoria y la divulgación del informe de la Comisión de la Verdad, así como el trabajo de la JEP, deben contribuir a la superación de la cultura de la violencia.

El reconocimiento de responsabilidad por parte del Estado que, en varios casos ha sido ordenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, empieza a hacer visible para la sociedad que el Estado ha cometido terribles crímenes. Resulta preocupante el esfuerzo de la extrema derecha por destruir la verdad y crear una narrativa que modifique la historia, negando el genocidio de la Unión Patriótica y culpando al M-19 de la masacre cometida en el Palacio de Justicia en 1985, pese a las evidencias judiciales que, en los dos casos, establecen la responsabilidad en cabeza del Estado.

No cabe duda de que la impunidad es un elemento importante  de la normalización de la pena de muerte de facto en nuestra sociedad. Por eso el fortalecimiento de la justicia, es una prioridad. La JEP, la Fiscalía y la jurisdicción ordinaria deben  garantizar la investigación, el juzgamiento y la sanción de los responsables de  crímenes, en particular falsos positivos, desapariciones, masacres, todos ellos tipificados como ejecuciones extrajudiciales. La justicia que llega tarde o incompleta permite que la sociedad dude de la ley y prefiera la “justicia por propia mano”.

___________________

[1] Artículo 11 de la C.P.

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Efra%C3%ADn_Gonz%C3%A1lez_T%C3%A9llez

[3] https://www.youtube.com/watch?v=PxnAq-bCAwQ

[4] https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_287_esp.pdf

[5]https://www.google.com/search?q=muerte+de+alias+guacho&rlz=1C5CHFA_enCO1089CO1089&oq=muerte+de+alias+guacho&gs_lcrp=EgZjaHJvbWUyDggAEEUYORhGGPsBGIAEMggIARAAGBYYHjIHCAIQABjvBdIBCDg1MjFqMGo3qAIAsAIA&sourceid=chrome&ie=UTF-8#fpstate=ive&vld=cid:392a4632,vid:u7-mB9cFurs,st:0

[6] https://elpais.com/america-colombia/2022-07-31/menores-muertos-en-bombardeos-un-tragico-balance-del-gobierno-duque.html

[7] https://bapp.com.co/documento/alocucion-del-presidente-santos-tras-la-caida-de-alfonso-cano/

[8] Presidencia de la República (SNE), Cartagena. Mayo 5 de 2004.

María Consuelo del Río Mantilla, Vicepresidenta Corporación Sur

Foto tomada de: Reporteros Asociados

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