Uno de los mecanismos más elocuentes de esta reconfiguración normativa ha sido la flexibilización sistemática de los requisitos que deben cumplir las EPS, especialmente en lo relacionado con su capacidad financiera, el cumplimiento de estándares contables y la constitución de reservas técnicas sólidas. Aunque estas exigencias estaban orientadas a garantizar la solvencia y la sostenibilidad de las entidades responsables del aseguramiento en salud, fueron modificadas una y otra vez para facilitar la continuidad de las EPS, incluso en condiciones de inviabilidad.
Un claro ejemplo de este trato privilegiado se encuentra en el desarrollo normativo posterior a la ley 1438 de 2011, cuyo artículo 13 ordenó al Gobierno establecer requisitos financieros más estricto para las EPS. Sin embargo, su aplicación fue sistemáticamente postergada. El Decreto 2702 de 2014 otorgó plazos de hasta siete años para que las EPS ajustaran su patrimonio adecuado y sus reservas técnicas. Así continuaron operando sin cumplir con los estándares establecidos, amparadas en la simple presentación de planes de ajuste, que en la práctica sustituyeron el cumplimiento real por promesas sin verificación ni consecuencias.
La Resolución 1341 de 2021 distorsionó el concepto de solvencia al permitir que las EPS reportaran como reservas técnicas valores sin respaldo financiero real, como los “excesos de costos en presupuestos máximos”. Esta práctica va en contra de principios contables básicos, porque permite mostrar una solidez financiera que no existe, maquillando la situación real de las EPS y perpetuar su operación, incluso en condiciones de insolvencia.
En paralelo, se consolidó un régimen laboral profundamente injusto y regresivo para los trabajadores de la salud. La legislación laboral fue paulatinamente ajustada para permitir la tercerización, la contratación civil y la figura de los contratos por prestación de servicios para funciones claramente misionales y permanentes. Esta situación, generalizada y tolerada desde el Estado, ha precarizado y vulnerando los derechos laborales y fomentado un modelo institucional que encubre la relación laboral bajo figuras contractuales ajenas al principio de realidad.
En muchos casos, las entidades contratan a través de falsos sindicatos, organizaciones que simulan representar a los trabajadores, pero que en realidad funcionan como intermediarios que obtienen grandes ganancias descontando parte del salario al personal contratado, perpetuando así un modelo de explotación laboral disfrazado de legalidad.
Los hospitales públicos, por su parte, también fueron objeto de una transformación estructural. Su misión esencial, garantizar el acceso a los servicios de salud como derecho fundamental, fue desdibujada en nombre de la autosostenibilidad financiera. A través de las Empresas Sociales del Estado (ESE), se introdujo una lógica normativa empresarial en la operación hospitalaria, desligando su funcionamiento del deber de responder por el interés general. La fragmentación de los servicios, la competencia entre instituciones públicas por contratos y la priorización del equilibrio contable sobre los resultados en salud muestran la desnaturalización institucional profundamente lesiva para la población.
No es casual que muchas de las leyes y decretos que protegían esta función pública hayan sido derogadas, mientras que se han creado nuevas normas que flexibilizan los controles, debilitan la inspección y vigilancia y refuerzan el poder de negociación de los agentes financieros del sistema. Se trata de una arquitectura normativa coherente, que ha adaptado el Estado a las necesidades de quienes se lucran con el “aseguramiento”, en lugar de garantizar el derecho a la salud.
Un ejemplo paradigmático de esta distorsión es el Registro Único Nacional del Talento Humano en Salud (ReTHUS), que inicialmente se pensó como una herramienta publica para garantizar la transparencia y la calidad profesional. Sin embargo, fue convertido en un mecanismo operado por intermediarios sin justificación técnica, que impone barrera, costos y tramites innecesarios a los profesionales de la salud, generando ingresos sin valor agregado alguno para el sistema.
Así que no se trata de un “cementerio de leyes”, como han querido hacer ver quienes defienden la intermediación financiera, disfrazando de caos normativo lo que en realidad ha sido un proceso deliberado de diseño institucional para favorecer intereses particulares. No es una acumulación desordenada de normas, sino un sistema cuidadosamente articulado para blindar la rentabilidad del negocio de la salud.
Tampoco es cierto que las leyes fundamentales hayan surgido de acuerdos técnicos neutrales. Muchas de ellas se construyeron bajo la presión de sectores privados con fuerte capacidad de lobby, que han logrado imponer su visión mercantil del sistema. Lejos de proteger los principios del derecho a la salud, estas normas han sido utilizadas para consolidar la subordinación del sistema sanitario al modelo financiero.
Lo que se ha vivido en Colombia en los últimos 30 años es una transformación regresiva del sistema de salud: una colonización legal del espacio público por actores privados, avalada por el Estado a través de una normatividad acomodada, diseñada para garantizar estabilidad jurídica a los negocios construidos sobre derechos vulnerados.
Por eso, la discusión sobre la reforma estructural del sistema de salud no puede reducirse a una disputa técnica o fiscal. Es una discusión política y ética sobre el tipo de sociedad que queremos construir. No se trata de ajustar algunos indicadores o mejorar la gestión administrativa. Se trata de recuperar el sentido de lo público del sistema, desprivatizar la lógica de los derechos y desmontar un modelo jurídico que, lejos de ser un cementerio, ha sido un laboratorio normativo para poner el interés privado por encima del bienestar colectivo.
Ana María Soleibe, Presidenta de la Federación Médica Colombiana
Foto tomada de: Gobernación del Magdalena
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