Sus acuarelas africanas desencadenaron en mí una buena «coz en el ojo», como diría Paul Cézanne. Hubo un tiempo en que Barceló me gustó a rabiar y he disfrutado «en vivo» de sus piezas, notables en cuanto a concepción y tamaño; sobre todo de esas «ciriales» figuras humanas engalanadas de color de su obra en papel. Fue una grata sorpresa tener, después de tanto tiempo y tan «a ojo», sus impresiones africanas. Sin embargo, me asaltó una punzada de inquietud: ¿existiría algún cruce de caminos en el que yo, viajera compulsiva, pudiese coincidir con el artista consagrado?
Los colores y la luz que se proyectaban sobre el liso y brillante papel eran indudablemente los mismos que mi memoria reconocía en el continente. Sus imágenes habían vestido de vida el mapa de sus cuerpos. ¿Podría yo conseguir lo mismo por medio de palabras? Un análisis más detallado me llevó a concluir que narrábamos desde ángulos distintos. En efecto, aunque la luz y el color están ahí y de la misma forma para ambos, mientras sus sujetos estallan en reposo, los míos lo hacen en movimiento y, en algunos casos, en soledad.
Se trata de hombres carreteando sacos, de hombres jugando quién sabe a qué en cualquier esquina de cualquier calle o carretera, de hombres parloteando a la puerta de sus chabolas, de hombres bebiendo incansables en los bares, de hombres en cuclillas en cualquier plaza, mercado o rotonda a la espera de ser contratados por algún capataz de multinacional o transnacional.
O de criaturas cargando a lágrimas contra las faldas arco iris de sus madres, ribeteadas de mocos sus narices, y de niños —muchos más que niñas— camino de la escuela con resplandecientes uniformes —¿herencia de la colonización británica o voluntad de soslayar las diferencias sociales?— y comiendo almuerzos reducidos a un cuscurro de pan envuelto en una hoja de periódico viejo y aceitoso.
O de mujeres lavando la ropa en el río, de mujeres removiendo cerveza casera a la puerta de sus chamizos, de mujeres tentando negras tortas en el mercado.
En algunas imágenes de Barceló también era patente la comunión entre gentes, como lo es para mí cuando los visito y convivo con ellos. De hecho, sabemos que nuestros antepasados tuvieron que bajar de los árboles y conquistar el planeta «en compañía» para sobrevivir a la extinción, como también sabemos que «en compañía» hicieron y hacemos la guerra y que, caminando o corriendo, ellos utilizan las armas que nosotros les vendemos a los que se quedaron porque no pudieron emigrar.
He hablado del África que camina, pese a que hay muchas más. Está la que depende de la época del año, de los países que la conforman o del estado de ánimo de habitante y viajero tras saber de la última plaga que la asola. También está la que posee para desgracia suya los minerales que les vendrán estupendamente bien a los ordenadores, iPods, iPads y iPhones de última generación. De todas ellas, la que me empapa el corazón es la emparentada con su arco iris, ese de intensas y opulentas tonalidades que varían de acuerdo con la hora, el mes y la región.
Por último, está el África que me acompañará siempre. Se trata de una mujer que atraviesa el continente a tierra abierta o bordeando carreteras —si las hay— y veredas. Siempre con un fardo sobre la cabeza y un bebé —si lo tiene— a la espalda, siempre sola, siempre en silencio, el silencio milenario del hambre y de la muerte. A pasos acompasados y bastante más distinguidos, tal vez por descreídos ya de todo, que aquellos de nuestras modelos de Haute Couture caminando por las pasarelas de las tiendas más caras del planeta, donde compran ropa los ricos más ricos del planeta con el dinero de las armas vendidas a los hijos, maridos, hermanos y padres —muertos o emigrados— de esas mujeres que caminan África infatigables. O con el dinero de los minerales necesarios para fabricar los ordenadores, iPhones, iPods y iPads de última generación.
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Pepa Úbeda
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