En la izquierda, la cultura “woke” se presenta a menudo como una búsqueda agresiva de la justicia social, mientras que en la derecha se la considera una deformación, resultado de una toma de control marxista de las instituciones cívicas y educativas. Pero, tal como argumentaremos, no es ni lo uno ni lo otro. Frente a sus defensores de izquierdas, sugeriré que expresa un profundo estrechamiento de lo que cuenta como reparación social; y frente a la derecha, mostraré que su éxito se debe al retroceso de la izquierda radical, no a su hegemonía. La cultura “woke” es la ideología orgánica de una reducida élite, ebria de poder y respaldada por los centros de poder clave de la política norteamericana.
Una senda no recorrida
Uno de los avances más interesantes en los estudios sobre el movimiento por los derechos civiles es su redescubrimiento de los fundamentos radicales y laborales del movimiento. Un flujo constante de investigaciones históricas y científico-sociales ha demostrado que, si bien la igualdad política fue siempre un objetivo central del movimiento, sus líderes nunca apoyaron la separación de los derechos políticos de los económicos. Y esto se debió al hecho de que muchos de los organizadores más importantes del movimiento procedían de las tradiciones socialista y comunista. De hecho, para personas como Philip Randolph, Bayard Rustin, Tom Kahn y demás, los avances en el ámbito político iban a verse gravemente limitados si los norteamericanos de raza negra seguían sumidos en la pobreza. Por lo tanto, se consideraba que los derechos civiles no eran más que un componente de un conjunto más amplio de derechos sociales, en cuyo centro se encontraban el empleo, la vivienda, la sanidad y la educación. En otras palabras, el programa de justicia racial sólo sería efectivo si se integraba en una redistribución económica de amplio alcance.
Este enfoque no se limitaba al círculo íntimo en torno a Martin Luther King, Jr. Era expresión de una amplia corriente política que había crecido en influencia social desde la década de 1930. Liderada principalmente por el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) y una intelectualidad negra radical en torno al Partido Comunista y las organizaciones cívicas, la justicia racial se identificaba, en gran medida, con las necesidades y aspiraciones de los negros estadounidenses de clase trabajadora. Se entendía que la extensión de la igualdad formal sólo tendría un significado limitado en sus vidas si carecían de acceso a bienes económicos básicos. Tal como declaró King en cierta ocasión: “Sabemos que no basta con llevar la integración [racial] a la barra de las cafeterías. ¿De qué le sirve a un hombre poder almorzar en una cafetería integrada si no gana lo suficiente para pagarse una hamburguesa y una taza de café?”. King y sus colaboradores no abandonaron el movimiento una vez que se aprobó la Ley del Derecho al Voto de 1965. Para ellos, la ley era sólo un paso en una lucha más prolongada en favor de toda la gama de derechos de los negros norteamericanos.
Esta ambiciosa visión democrática social de la justicia racial sólo podía avanzar con la fuerza de su base sindical y activista. Pero a principios de la década de 1970, esa base se encontraba muy debilitada y se fue desmantelando lentamente a lo largo de la década siguiente. Por el contrario, debido precisamente al impulso institucional creado por el movimiento de derechos civiles, diversos programas políticos y sociales sí fomentaban un estrato profesional y de élite cada vez mayor de la población minoritaria. En la década de 1980, había ya un importante estrato de políticos negros y morenos a escala local y nacional, así como un crecimiento substancial de pequeñas empresas propiedad de minorías, todo ello firmemente vinculado al Partido Demócrata.
A medida que disminuía la influencia de los trabajadores y aumentaba la de las élites de las minorías, se fue produciendo un cambio natural en los objetivos y ambiciones del movimiento por la justicia racial. Mientras que su encarnación anterior se había expresado con un programa vinculado a los intereses de los negros de clase trabajadora, a finales de los años 80, las ideas de justicia racial pasaron a reflejar los intereses de sectores más elitistas. Y debido a su proximidad al Partido Demócrata, fueron estos intereses los que se articularon en propuestas políticas y campañas electorales.
De los derechos económicos a las políticas de identidad
Como resultado del cambio en el equilibrio político, en la época de la primera administración Clinton, la justicia racial se había transformado ya en lo que ahora llamamos “políticas de identidad”. Se trataba de una política racial despojada en gran medida de su anterior compromiso con la redistribución y los derechos económicos, y más centrada en la eliminación de los obstáculos a la movilidad ascendente de las mujeres y las minorías. Se centraba más en la reducción de las disparidades dentro de los estratos superiores que entre las clases económicas. Pero, aunque esta concepción más reducida de la justicia racial se había convertido en hegemónica a finales de siglo, aún no se había transmutado en lo que hoy se conoce como cultura “woke”. Por un lado, muchos consideraban que ponía remedio a algunos de los puntos ciegos y errores de la izquierda, en la que los problemas de discriminación no habían recibido la atención que merecían. En este sentido, se consideraba que completaba una agenda progresista que aún tenía espacio para ambiciones redistributivas, en lugar de desplazarlas por completo. Además, aunque esta encarnación de la política racial criticaba una postura más universalista, todavía no castigaba esta última como contraria a la erradicación del racismo. En otras palabras, aunque promovía una agenda dirigida a grupos particulares -minorías, mujeres-, no rechazaba las agendas políticas dirigidas a los ciudadanos en su conjunto o a la población en general. Más que un rechazo frontal del universalismo y la redistribución, la política de identidad se presentaba a menudo como un correctivo de los puntos ciegos del universalismo.
El delicado equilibrio entre una concepción más limitada del antirracismo y las anteriores ambiciones, más grandiosas, de la era de los derechos civiles reflejaba la orientación política del Partido Demócrata. En los años que van de la presidencia de Clinton al primer gobierno de Obama, los demócratas se alejaron progresivamente de su base trabajadora y se apoyaron más en los votantes de zonas residenciales y con estudios universitarios. La defensa cada vez más explícita de los mercados, el abandono de los objetivos redistributivos y la reducción de la justicia social a iniciativas contra la discriminación y guerras culturales reflejaban la mayor dependencia del partido de su base acomodada, en detrimento de su anclaje tradicional en los sindicatos y la clase trabajadora. Pero los líderes del partido comprendieron también que, aunque estaban degradando la posición del movimiento obrero en el partido, no podían permitirse expulsarlo del todo. Y, por tanto, siguieron siendo visibles durante la presidencia de Obama algunos guiños a modo de vestigios de los derechos económicos de base amplia y de las medidas contra la pobreza.
Sanders, Floyd y la respuesta de las élites
Al final del segundo gobierno de Obama, los demócratas parecían haber elaborado una estrategia política viable para el futuro previsible. Habían elaborado una coalición electoral basada principalmente en las zonas residenciales y en la población con formación universitaria, con una base firme en las comunidades de color que eran cuidadosamente dirigidas por las minorías de élite para convertirlas en un bloque de votantes fiable, junto con un apoyo suficiente de la clase trabajadora para que diesen los números. Todo ello se puso al servicio de un programa en gran medida neoliberal, aunque con unos cuantos cojines muy finos para suavizar el golpe de las fuerzas del mercado sobre la población. La candidatura de Hillary Clinton iba a ser la apoteosis de este proceso: la entrega del testigo de un (hombre) afroamericano a una mujer (blanca), simbolizando la ascensión de grupos históricamente infrarrepresentados desde los márgenes hasta la cúspide del poder.
La promesa de este modelo se vio dramáticamente alterada por la explosiva irrupción de Bernie Sanders en 2016. En su candidatura a la nominación demócrata, Sanders articuló una agenda redistributiva, que no solo dio un vuelco a casi todos los tópicos adoptados por los demócratas desde la era Clinton, sino que también suscitó un grado de apoyo masivo que nadie en el partido había anticipado. El hecho de que Sanders pusiera en primer plano las cuestiones económicas en su campaña amenazaba con desbaratar lo que los líderes del partido consideraban un modelo político viable y deseable, aceptable para sus donantes adinerados y con una coalición electoral estable detrás.
[Hillary] Clinton, en un discurso ahora famoso del 16 de febrero de 2016, que pronunció para rechazar el reto que presentaba Sanders, se preguntó si las medidas para separar los bancos podrían abordar cuestiones históricas de discriminación y exclusión cultural. Preguntándose retóricamente si las medidas económicas podrían resolver alguna vez los problemas de discriminación racial y de género, propuso efectivamente responder a Sanders recurriendo a la política de identidad de las élites. Más sutilmente, su respuesta señaló un cambio en la actitud de la dirección del partido frente a las demandas económicas. Mientras que la dirección centrista del partido había tendido hasta entonces a hacer al menos un guiño retórico a las demandas redistributivas, ahora optaba por calumniarlas abiertamente. En lugar de constituirse en ala izquierda de lo posible, la política identitaria se movilizó para cerrar las posibilidades de un cambio más radical.Aunque la candidatura de Sanders fue derrotada, su campaña, contra todo pronóstico, siguió cobrando fuerza de cara a las primarias de 2020. Y su asombroso éxito en las primeras fases de las elecciones primarias llevó a una mayor consolidación del partido frente a su ala populista. En lo que pareció un movimiento calculado, todos los candidatos, salvo Biden y Sanders, se retiraron de la nominación de cara al Supermartes de 2019. Todo lo que se necesitaba entonces era que James Clyburn, representante de Carolina del Sur e importante personalidad demócrata, pusiera toda la carne en el asador a favor de Biden, cosa que hizo el 26 de febrero de 2020, lo cual anunciaba el fatal alineamiento del liderazgo negro del partido en contra de la insurgencia populista de Sanders.
En la primavera de 2020, una de las principales prioridades del Partido Demócrata era marginar a su ala Sanders en la mayor medida posible. De hecho, Biden estaba al menos tan preocupado por distanciarse de Sanders como por enfrentarse a Donald Trump. En este contexto, el horrendo asesinato de George Floyd paralizó al país. Fue un momento en el que la apremiante necesidad de justicia racial se situó en lo más alto de la agenda política, mientras existía todavía la posibilidad de anclar esa agenda en las ambiciones que habían guiado al movimiento por los derechos civiles. Podría muy bien haber sido el momento en que un movimiento desencadenado por el brutal asesinato de un negro de clase trabajadora hubiera intensificado las apelaciones a integrar los derechos económicos en un movimiento por la justicia racial. Pero el equilibrio de poder entre las distintas fuerzas sociales generó un resultado previsible.
Encabezada por Jamie Dimon, consejero delegado de JPMorgan Chase, la comunidad empresarial respaldó la visión más restringida de las políticas de identidad que los demócratas habían estado alimentando durante varios años. Abordar el problema del racismo sistémico se interpretaba como una búsqueda agresiva de la diversidad en las filas profesionales y una vigilancia más militante de la esfera cultural. El impulso que había ido cobrando la redistribución universal, que se remontaba a la campaña de Occupy Wall Street, fue retrocediendo rápidamente. Mientras que el ala Sanders del partido había visto su programa de justicia racial como parte de una panoplia más amplia de mecanismos redistributivos, el partido encontraba ahora un vehículo para separar el antirracismo de la lucha contra la pobreza y la redistribución. Los programas universalistas se denigraban ahora como un rechazo explícito de la justicia racial, en lugar de como un medio para alcanzar ese fin.
El deslizamiento de la identidad a lo “woke”
Este fue el momento en el que, en cuestiones raciales, el deslizamiento de la política identitaria hacia lo “woke” se aceleró a un ritmo vertiginoso. Sus componentes ya se habían ido incubando, por supuesto. Ya existía un nivel básico de antiuniversalismo, intolerancia, anulación y dominio de la clase profesional en los años previos a 2020. Destacar este momento no supone en modo alguno sugerir que lo “woke” se inventara en ese año, pero es difícil negar que se vio catapultado entonces a una posición que nunca había podido ocupar antes de esos fatídicos meses. Fue entonces cuando se consumó la captura del movimiento antirracista por parte de las élites.
Para los profesionales y directivos de las minorías, la ganancia fue enorme. Aún escasean las pruebas sistemáticas, pero las investigaciones realizadas apuntan en la misma dirección. Los dos ámbitos en los que más se beneficiaron los profesionales fueron probablemente las universidades y el sector empresarial. Todo ello mientras seguía tambaleándose la financiación de los colegios comunitarios, la vivienda pública, etc. Bajo la bandera del antirracismo, se abrieron las compuertas a las instituciones que atendían a una élite negra y morena, mientras continuaba la indiferencia hacia las instituciones que atendían a las minorías de clase trabajadora.
La esencia de este enfoque elitista del antirracismo consistía en desviar la atención de las estructuras sociales y las relaciones de grupo hacia los individuos y los atributos psicológicos. Esto supuso la inversión completa de la perspectiva que había impulsado el liderazgo progresista del movimiento por los derechos civiles. Tras la aprobación de la Ley del Derecho al Voto, tanto Rustin como King habían dirigido sus esfuerzos hacia la consecución de una redistribución económica masiva. Pero ahora, bajo la bandera del nuevo antirracismo, la atención se reducía a dos cuestiones fundamentales: el grado de diversidad racial de las instituciones de élite y la necesidad de cambiar la psicología y el comportamiento individuales en busca de un antídoto contra el “racismo sistémico”. Todo ello sirvió para desviar la atención del poder económico y político de las empresas sobre sus empleados y la población de las minorías en general, hacia su constitución y cultura internas, especialmente la diversidad de su cuerpo directivo.
También en el ámbito de la educación, la preocupación por la justicia racial se tradujo rápidamente en una atención especial a la cultura interna de las instituciones académicas -los programas de estudios, los requisitos para la obtención de títulos, el contenido de las becas- y a la diversidad del cuerpo directivo y docente. Aunque hubo algunas voces que argumentaron que la inmensa mayoría de los estudiantes pertenecientes a minorías estaban matriculados en colegios universitarios y universidades públicas, donde los principales problemas eran la financiación y la permanencia, estas voces se vieron ahogadas por un enfoque centrado en la discriminación positiva y la diversidad del profesorado, especialmente en las instituciones de élite.
Todo ello supuso una ganancia inesperada para las clases profesionales de las minorías, bajo la bandera de la erradicación del “racismo sistémico”. Cualesquiera que fueran sus implicaciones morales, reflejaba simplemente el equilibrio de poder, no entre la Norteamérica blanca y la no blanca, sino en el seno de la Norteamérica no blanca. La cadena de acontecimientos que condujeron al asesinato de Floyd creó una oportunidad política para las élites negras y morenas emergentes, y éstas la aprovecharon con notable vigor.
Todo ello venía justificado por la cultura intelectual que imperaba en el mundo académico. El factor más significativo en este caso fue el debilitamiento de las panaceas liberales, bajo los martillazos del post-estructuralismo, la teoría postcolonial y diversas formas de esencialismo racial, todos ellos escépticos u hostiles a los principios de la Ilustración. La aparición de tendencias filosóficas antiilustradas en la década de 1980, asociadas a pensadores como Michel Foucault, Jacques Derrida y otros, resultó demoledora para los dos fundamentos del pensamiento progresista moderno, el liberalismo y el socialismo. Impregnada del antirracionalismo de las filosofías posteriores al 68, la cultura universitaria llegó a rechazar los mismos valores que habían sustentado la libertad académica en la postguerra: el compromiso con el debate racional, la búsqueda del progreso científico y el compromiso con la libertad de expresión. Mientras tanto, el notable crecimiento de un enfoque esencialista de la raza y la etnia, que restaba importancia a las divisiones económicas dentro de los grupos raciales al tiempo que elevaba los abismos económicos y sociales entre ellos, obscureció el hecho de que el antirracismo “woke” estaba prestando sus servicios a las élites dentro de las minorías norteamericanas porque se estaba restando importancia a la propia existencia de divisiones dentro de las razas.
El futuro de lo “woke”
El deslizamiento de la política identitaria hacia lo “woke” tuvo detrás dos factores. El primero fue una especie de pánico de la élite ante la aparición de un movimiento genuinamente populista en apoyo de Sanders. El segundo fue una comprensible ansiedad dentro de la cultura en general por hacer frente al racismo tras el asesinato de Floyd. Ambas razones han decrecido substancialmente. Lo más importante es que la campaña populista insurgente dentro del Partido Demócrata está hoy considerablemente debilitada, si no marginada del todo. Aunque la izquierda de Sanders sigue teniendo cierta influencia, no hay indicios de que pueda poner patas arriba la coalición electoral demócrata. Además, aunque las cuestiones raciales siguen siendo relevantes en la cultura política, ya no atraen la atención del público como hace cinco años. Esto significa que las fuerzas propulsoras que empujaron la política identitaria hacia sus formas más militantes e intolerantes ya no son tan fuertes como antes.
En el Partido Demócrata y en las instituciones públicas existe una preocupación genuina por el hecho de que el antiliberalismo y el autoritarismo asociados a lo “woke” hayan alimentado una reacción violenta de la opinión pública. Y esta reacción ha empoderado a grupos políticos y sociales que siempre han sido hostiles no sólo a lo “woke”, sino a toda la agenda de derechos civiles. Bajo la protección de Trump, figuras como Elon Musk, Christopher Rufo, Peter Thiel y otros se han envalentonado para hacer incursiones bajo la bandera de la oposición a lo “woke” en muchas de las reformas substantivas que fueron un logro real de los movimientos de los años 60. Así pues, los demócratas están mucho menos comprometidos con la promoción de la cultura “woke” de lo que estaban en 2021. Conforme se aleja la amenaza de una ola populista en el horizonte político, está claro que la comunidad empresarial ya no siente la necesidad de absorber los costes personales y organizativos de lo “woke”.
Al no contar con el apoyo de ninguno de los centros de poder reales, es probable que lo “woke” se repliegue hacia un estilo más convencional de políticas de identidad. No cabe duda de que en el mundo empresarial la suerte está echada y se han suprimido las prácticas más directamente relacionadas con lo “woke”: DEI [los programas de diversidad, igualdad e inclusión], la formación antirracista, etc. Pero incluso en el mundo académico, es poco probable que el antirracismo siga ocupando un lugar central en la misión educativa. De hecho, lo más probable es que se produzca un retroceso en las medidas adoptadas hace tiempo, como la protección de las minorías y los discapacitados, que los conservadores consideran ahora alcanzables bajo el estandarte de la lucha contra el racismo. Lo que parece firmemente fuera de alcance, dado el actual equilibrio de fuerzas, es un retorno a la versión democrático social del antirracismo. Eso va a requerir muchos más cambios políticos y organizativos.
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