Monumental. Masiva. Apoteósica. Contundente. Histórica. Así describen la marcha del viernes pasado, y así fue el mensaje que esa masa humana que se tomó las calles en decenas de ciudades le envió al gobierno nacional, a los violentos y al mundo entero.
Con esta masiva manifestación ciudadana, no sólo se gritó: ¡Basta ya!. Con ella se reafirmó la voluntad de paz de una nación hastiada de la guerra, de la violencia, de los asesinatos, del crimen, de la indiferencia y la impunidad. Millones de ciudadanos caminaron por las principales vías de 130 ciudades dentro y fuera del país, para unirse a las víctimas en un solo grito y en un solo dolor, para decir: Colombia resiste, no nos vencerán, creemos que nuestro destino es la justicia, el perdón, la paz y la reconciliación. No la guerra. Nadie, ni siquiera un gobierno peligrosamente dubitativo ni una extrema derecha empecinada en regresarnos a la guerra que aún no superamos, ni los enemigos de los acuerdos de paz, ni una bancada parlamentaria dispuesta a todo, incluso a la infamia, para silenciarnos e imponer su excluyente y agotado modelo de país, ni los gatilleros ni quienes les ordenan matarnos, podrán torcer nuestro camino ni doblegar nuestra voluntad ni impedir que la paz sea nuestro destino.
Pocas veces habíamos asistido a una manifestación tan compacta, tan poderosa y tan sentida; pocas veces habíamos logrado unirnos para enarbolar una sola bandera -en esta ocasión la de la vida-; para actuar con coherencia, como si la historia realmente nos enseñara algo, como si pudiéramos romper esa espiral de violencia, soledad y silencio que repetimos desde el pasado, y fuera posible olvidar por un momento las diferencias y los prejuicios e ignorar las fronteras, para al fin abrazarnos en la plaza como hijos de un mismo pueblo, como parte de un mismo pueblo.
Pocas veces habíamos respirado tanto dolor pero a la vez tanta esperanza. En 1954 el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla firmó un acuerdo de paz con las guerrillas liberales, se les prometió amnistía y reformas sociales en los territorios que ocupaban; no se les cumplió y el 6 de junio de 1957, uno de sus máximos dirigentes, Guadalupe Salcedo, cayó acribillado en una calle de Bogotá a manos de un oficial de la policía. En 1990 se firmaron otros acuerdos de paz, el M-19 entregó las armas, pactó una nueva constitución, y su candidato presidencial, Carlos Pizarro Leongómez fue asesinado al interior de un avión el 26 de abril de 1990. Una mínima facción ciudadana reaccionó con la contundencia que se debía. Se hicieron algunas marchas, o muchas marchas, unas masivas, como las que acompañaron los cuerpos de Jaime Pardo Leal (1986), Luis Carlos Galán (1989), Bernardo Jaramillo Ossa (1990), Manuel Cepeda (1994); otras no tanto, unas terminaron con la misma tristeza con la que comenzaron, otras ahogadas en una rabiosa impotencia, y unas más concluyeron en fieros enfrentamientos con la fuerza pública.
Durante esos mismos años en los que cerramos un convulso y herido siglo XX, se produjo el genocidio político de la UP, y en las calles solo ondeaban la bandera de la vida sus propias bases, los contados organismos de defensa de los derechos humanos existentes en el país, y algunas facciones sindicalistas y estudiantiles que parecían hacer parte de otro país, de ese país marginal que producía escozor a los amos y dueños del centro, de la noticia y del acontecer nacional. Los ciudadanos sensibles miraban con espanto; pocos se atrevían a vencer su propio temor para dar consuelo y esperanza a las víctimas, para salir a exigir lo mínimo que un gobierno democrático debe garantizar a sus gobernados: la vida.
Cuando se desató el pausado y poco reportado exterminio de los desmovilizados del M-19 nadie dijo nada, buena parte del país miraba en otra dirección, y otra lo justificaba diciendo que se trataba de ajustes de cuentas entre maleantes o cobros por los yerros del pasado. Aún hoy en el país, incluso desde la cúspide del gobierno, se justifica lo que desde la ética no tiene justificación, se espera que las víctimas o sus familiares demuestren su inocencia para poder ser reconocidas y respetadas por la prensa y la sociedad, y se minimiza la tragedia que significa para la historia de un país, el exterminio de un sector de la población. Sin embargo, cada vez estamos más cerca de reconocer y asumir que humana y políticamente jamás se puede celebrar ni justificar el asesinato de una persona, menos por razones ideológicas, religiosas o de género. Y a esta cercanía nos lleva la paulatina renuncia a la lucha armada como opción legítima para precipitar las grandes transformaciones que reclama con urgencia nuestro país.
En el 2008 se produjeron dos grandes marchas, una el 4 de febrero contra los crímenes de las FARC y otra el 6 de marzo contra los crímenes de Estado y de los paramilitares. Ambas fueron masivas, poderosas y tuvieron importante cobertura y replica internacional; siendo, sin embargo, la primera más aceptada y difundida a través de la gran prensa por dirigirse a un enemigo aceptado, y hasta impuesto por el mismo Estado, mientras que la segunda fue prohibida en algunas regiones, empresas y oficinas, algunos de sus líderes fueron amenazados o incluso se reportaron varios asesinatos. Lo más novedoso de ambas fue el uso de las redes sociales y de internet como instrumento para lograr grandes y masivas convocatorias, más allá de los océanos y de las fronteras. Ya en ese momento, empezábamos a romper el miedo aunque seguíamos entonces -y seguimos siéndolo- un país fragmentado entre “ellos y nosotros”; dos lados que en su interior se fracturan en mil pedazos, como cristal, como los vidrios que se unieron en la Plaza de Bolívar hace un mes para producir “Quebrantos”, la obra de Doris Salcedo en la que decenas de voluntarios, líderes y lideresas sociales se unieron para plasmar cerca de 200 nombres de personas que fueron asesinadas en sus territorios por asumir la vocería y la defensa de los derechos de sus comunidades.
La marcha del pasado 26 de julio logró vencer las distancias geográficas, culturales y políticas, y unirnos como sociedad y como especie para rechazar el sistemático asesinato de líderes sociales en Colombia; genocidio social y político que ha cobrado la vida de más de 700 personas en los últimos dos años, según el informe de Indepaz. Millares de personas salimos a las calles para atestiguar nuestra existencia, para romper el silencio que nos hace cómplices del crimen, para rechazar la cómoda indiferencia, y para decir, con vehemencia y decisión, que no estamos dispuestos a tolerar más, nunca más, el dolor de un niño que llora a su madre recién acribillada frente a sus ojos.
“La marcha la convocó el movimiento Defendamos la Paz, para llamar la atención sobre los crímenes que, aseguran, son sintomáticos de una enfermedad arraigada en Colombia: “La de querer descabezar, desanimar, eliminar, asustar, exterminar a cualquiera que quiera levantar cabeza, que quiera denunciar una injusticia o proponer una reforma, una solución o una reivindicación popular, necesaria y justa”.[1]
Nadie niega ni puede negar que esta convocatoria, liderada por Defendamos La Paz y Redepaz, entre otras organizaciones sociales, fue un hecho contundente en términos simbólicos y políticos, pero trascurrida la efervescencia, varias personas nos preguntamos ¿ahora qué sigue? ¿sirve marchar?
Alguien decía alguna vez que en Colombia tenemos más marchas que días. Y es verdad. Nos hemos acostumbrado a vivir a la sombra de gobiernos indolentes que hacen parte de un proyecto político sectario y excluyente, en el que una agenda social comprometida con los intereses populares es impensable, y donde todo, hasta lo más básico se debe reclamar por las vías de hecho. En Colombia protestamos por derechos consagrados en la carta política, por derechos fundamentales que toda democracia debería garantizar pero que en nuestro país solo se obtienen como conquistas sociales tras furiosas y contundentes demandas ciudadanas.
Las marchas siendo importantes en términos humanos, sociales, políticos, incluso culturales, por sí solas son insuficientes para lograr el cambio que se necesita. Las marchas no detienen las balas ni evitan los homicidios ni conminan a los asesinos a cambiar de oficio. No. Y aunque intentamos llenarlas de contenido, de incluir en ellas pactos, proclamas y acuerdos, de sellar alianzas y garantizar el apoyo de los candidatos que en su afán por llegar al poder firman todo aquello que les produzca algún rédito electoral, y de explicitar de manera pública nuestro compromiso de expulsar la violencia y las armas, incluso el odio, de la política, sentimos que tampoco es suficiente.
Durante los últimos años se han suscrito varios pactos políticos y sociales, algunos bajo la premisa de que nadie debe morir por sus convicciones políticas, y otros en defensa del derecho a vivir en paz y del deber de hacerla realidad. Sin embargo, la paz como la soñamos, aun parece lejana. Pero salimos a la calle, renunciamos al olvido que nos inyectan en un avalancha de noticias cotidianas, recordamos a las víctimas, sus rostros, sus nombres y sus historias; nos oponemos al silencio y le decimos al gobierno de turno que somos una fuerza social potente, que el mundo nos observa, que nos escuchan los tribunales, y que además de gastar zapatos y movilizar cuerpos, también movilizamos ideas y propuestas. Somos acción pero también somos pensamiento.
Las marchas como hechos simbólicos muestran una sociedad unida en un solo ideal, dispuesta a reaccionar y a desafiar a los violentos, aunque al igual que los pactos entre actores civiles (o incluso armados), no disuaden a los criminales. Las marchas sirven para visibilizar ante el mundo una realidad, para denunciar una problemática, para mostrar la falta de efectividad y compromiso de las autoridades en la búsqueda de soluciones y para ejercer poder, poder popular. La marcha del 26J fue impresionante por lo bella, masiva, sentida y pacífica pero ese mismo día asesinaron a otro líder social, y al día siguiente a otros dos. Mientras en las ciudades y en las cabeceras municipales marchamos como ciudadanos libres y pensantes, los territorios (que hacen parte de esa Colombia profunda que poco nos ocupa) siguen bajo control de los violentos.
En julio de 2018, el presidente saliente Santos, el presidente entrante Duque, los presidentes de las cámaras y de las cortes, y los directores de los organismos de control y de los principales partidos políticos, “con algunas ruidosas excepciones”, firmaron el Pacto por la Vida, iniciativa liderada por Dejusticia, “pero por importante que haya sido, ese pacto político no ha tenido mucho impacto, pues los asesinatos han seguido”[2].
Por todo esto la respuesta del Presidente, de querer sumarse a la marcha, de hacerlo en una ciudad que le ofrecía mayores garantías de seguridad, fue tan cínica e improcedente cómo desacertada, pues ha sido justamente su gobierno el que más ha desatendido a las víctimas, ignorado su clamor, y expresado a través de sus más altos funcionarios su poca voluntad por encontrar soluciones serias y definitivas a un genocidio que insiste, necia y torpemente, en desconocer.
El gobierno debe escuchar a la sociedad civil, reconocer la realidad, comprometerse y atender este clamor ciudadano que logró conmover a distintos países y gobiernos del planeta. Su papel no es marchar contra sí, ni rechazar en la calle lo que podría evitar en ejercicio de autoridad. Su papel es gobernar y garantizar un Estado de derecho que asegure la dignidad, la vida y el desarrollo de sus ciudadanos y sus comunidades, en pleno gozo de una paz real, posible, estable y duradera.
Las marchas concluyeron en las principales plazas de cada ciudad con un acto cultural (en Bogotá con la participación de Piero, Katie James, César López, Victoria Sur y Juan Das), y con la socialización de la ‘Proclama por los líderes y las lideresas sociales’ que fue leída por las mismas víctimas. Se pidieron garantías nuevamente, veeduría ciudadana, un pacto, uno más, para sacar la violencia de la política, cambios, seguridad real. Pero más allá de lo que se pide y espera, se sintió el poder de las masas; un poder contenido, rotundo, real y enfocado en la dirección correcta. Decenas de ciudadanos se sintieron parte de algo más grande que sus propias angustias, y encontraron que en ellos mismos reside la llave para la transformación histórica de su propio país.
Claro que aún nos falta conquistar mucho como sociedad, es verdad, pero hemos avanzado y cada vez nos acercamos más a lo que deberíamos ser. Esta marcha nos permitió entender el poder de la unidad, el deber de acompañar causas que nos dignifican como individuos y como pueblos. Si logramos sentir más al otro, unirnos para causas menos visibles y dramáticas, como si se tratara de hechos que nos afectan y disminuyen, que nos afligen y nos conmueven, bien sea la causa de los pensionados aunque no lo seamos, de la comunidad LGTBI aunque no hagamos parte de ella, por los derechos de las empleadas domésticas, los maestros o los artistas, habremos logrado que la solidaridad sea nuestra bandera, y entonces, sí que estaremos listos para alcanzar una paz realmente irreversible.
Siempre pensamos que el último dolor es el peor, el último amor el más fuerte, la última gran marcha la más masiva y definitiva. Pero no, por lo general no es así. Sabemos que la próxima gran movilización será más masiva y más definitiva, porque habrá próxima, que no quepa la menor duda, esto no acaba aquí. Ni los crímenes ni la resistencia.
Por ahora rompimos, ojalá para siempre, la frontera del miedo y de la indiferencia. Y esto es ganancia aunque aún quedé mucho camino por recorrer.
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[1] Faciolince, Héctor Abad”; “Proclama por los líderes y lideresas sociales de Defendamos la Paz para la marcha de este viernes”. Bogotá, julio 25 de 2019.
Consultado en: https://www.elespectador.com/noticias/nacional/proclama-por-los-lideres-sociales-hace-defendamos-la-paz-para-este-viernes-articulo-872756
[2] Uprimny, Yepes Rodrigo; “Un grito por la vida, un pacto contra el terror”. Bogotá, julio 29 de 2019. Consultado en:https://www.dejusticia.org/column/un-grito-por-la-vida-un-pacto-contra-el-terror/.
Maureen Maya
FOTOS: FOTOS DE DEFENDAMOS LA PAZ
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