Teórica y prácticamente, los bienes comunes, aun siendo subordinados, son una realidad. Conviven con relaciones dominantes que, en esencia, tienden a negarlos, pero no lo consiguen. Por ejemplo, en este momento vivimos un proceso que radicaliza la privatización de bienes comunes en nombre del desarrollo, como el agua, las semillas, los recursos naturales, el conocimiento y por ahí va. Es una onda fuerte. Sin embargo, como todas las ondas, se va a reventar un día en la playa. Mientras que surgen resistencias aquí y allá, indicando que nacen alternativas en el seno de las propias contradicciones del hoy. La defensa de los comunes, la lucha por mantenerlos y ampliarlos, en fin, los comunes como propuesta y vivencia constituyen una trinchera de resistencia ante el privatizar y mercantilizar todo, según las reglas del mercado.
Volviendo al título de mi crónica, ¿qué significa exactamente que la ciudad sea nuestra? ¿dónde está la esencia de ser un común para llamarla nuestra? Cuando comenzamos a pensar, nos deparamos con muchas cosas privadas en la ciudad: casas privadas, edificios de apartamentos privados, edificios de oficinas privadas, casas comerciales y de servicios, fábricas depósitos, consultorios, etc. Todo privado. Pero yendo más allá, comenzamos a ver plazas y parques comunes, las playas, la bahía, la selva de la Tijuca, el Pan de Azúcar, el Parque del Flamengo, la Lapa y el Morro de la Peña, el Outeiro de la Gloria, los palacios y edificios de la administración pública, muchas escuelas y hospitales públicos, como también las municipalidades más importantes, el Teatro Municipal, la Biblioteca Nacional, el sambódromo, los museos y mucho más. Todo esto nos hace ver algo prácticamente único y común, que hasta le da identidad a nuestra ciudad. Tenemos los comunes simbólicos como la samba y las escuelas de samba, nuestro tipo de funk, la forma carioca de ser y vivir. Sin duda, tenemos segregaciones y exclusiones sociales, no son privadas o estatales, sino también no son comunes, a pesar de ser nuestras heridas. Por ahora, parte de nuestra ciudad común.
¿Qué hace que una ciudad sea un gran común, sea nuestra ciudad? Los espacios abiertos convertidos en comunes por la posibilidad del libre acceso, circulación, convivencia y el compartir acaban siendo los comunes, aún si no hablamos de ellos. Pueden ser dones de la naturaleza o bienes producidos, pero convertidos en comunes. Además, hablamos y mucho cuando son agredidos en su esencia de bienes convertidos en comunes por el uso y por el hecho de sentirnos verdaderamente ciudadanas y ciudadanos en ellos, de cada uno, pero al mismo tiempo, de todas y todos los que comparten la ciudadanía y la ciudad. La esencia de una ciudad reside ahí, en esta especie de sentido común cargado de buen sentido civilizador. Esto es una verdadera trinchera ante un capitalismo salvaje. Pero puede ser destruido.
Estoy escribiendo todo esto por causa de dos momentos vividos en la semana que pasó. El martes, día 21, participé de un evento organizado por la Cámara Metropolitana, parte de un ciclo de debates sobre la ciudad metrópolis de Río, compartida entre la capital y 20 otras ciudades integradas a ella, pero que son municipios autónomos. El tema fue “¿cómo llevar la ciudad a la periferia?”. El título me incomodó, pues me parecía que había un sesgo en el modo de formular la pregunta, dónde se consideraba ciudad al modelo tipo Zona Sur de la Capital. En realidad, no fue nada de esto. A propósito, fue un debate bueno y fructífero sobre la ciudad. El tono dominante de las exposiciones y el debate fue que en la periferia faltaba valorizar y priorizar el común de una ciudad: calles adecuadas y equipamientos públicos para moverse en la ciudad, iluminación, agua y saneamiento, acceso fácil a servicios de educación y salud, poder trabajar y adquirir bienes esenciales en la proximidad, etc. Nada de pensar que la periferia es subnormal por definición. Ella es convertida en subnormal por la negligencia del poder público en calificar aquello que es común a todos los habitantes. Pero, a su modo, es una ciudad, que sus habitantes aprecian. ¿Es tan difícil potencializar el bien común y, a través de esto, reconocer la ciudadanía común que vive de quién vive ahí, con derecho pleno a la ciudad metrópolis como un bien común de todas y de todos, sin segregaciones y sin discriminaciones?
En la misma semana pasada, circuló la noticia de que nuestro alcalde Crivella – lo llamo nuestro porque está investido por el voto para ser alcalde de nuestra ciudad, por creer en la democracia a pesar de todo y por coherencia con lo que pienso sobre los comunes – está agrediendo una de las bases que asienta el común de nuestra ciudad. Crivella propone autorizar la ampliación de la instalación de puertas privadas en calles de la ciudad, hasta en barrios enteros. La práctica ya existe en los tales condominios privados, con guardias controlando entradas y salidas. Ampliar esto para la ciudad constituida, donde el ir y venir es libre, significa avanzar en términos de privatización del común. ¡Simplemente inaceptable! Es la misma práctica que las milicias privadas ya hacen en ciertas áreas, con connivencia de las fuerzas públicas de seguridad, dígase de paso. Tener guardias privados en las porterías de calles estratégicas privatizadas solo cambia el nombre y no la esencia de la agresión a nuestra ciudadanía y nuestra ciudad. No sé si es pedir de más a Crivella para que se inspire, por favor, en el buen sentido. Al fin de cuentas, ella ya agredió la esencia simbólica de nuestra ciudad bien común que nos da autoestima, la fiesta popular del Carnaval.
Cándido Gryboswki: Sociólogo, Director de Ibase Brasil.
Traducción Andrés Santana Bonilla.