Para el 8 de diciembre se dejó venir una muchedumbre mayor, casi desatada. El delegado de la registraduría que se encargó de su registro podía haber repetido perplejo con Zalamea Borda: “crece la audiencia”, es una multitud. Como si viera ascender a los desarrapados, a los desvalidos, por las escalinatas del río Ganges. Solo que ahora se trataba de los validos, de los apadrinados o de los mismos caciques, que aumentaban la marejada de pretendientes a una cuota de poder en la representación política, la misma que les debe servir para entrar en las regiones cenagosas del contratismo y de las influencias indebidas, claro, sin dejar de contribuir a la confección de algunas leyes funcionales.
Listas al por mayor
Para las elecciones de Congreso, en marzo, se inscribieron 3144 candidatos, una barbaridad, quién lo duda; y solo para pelear por 290 escaños; es la disputa de unos 10 por cada curul, por lo que 9 quedarán obligatoriamente quemados, en la carrera por conquistar un puesto. Pero, además, esa masa se presenta desperdigada en 527 listas.
Para el Senado, que es en donde más se concentran las aspiraciones y las jefaturas de las “empresas electorales”, se presentaron 27 listas. Palabras más, palabras menos, es una cifra que equivale al mismo número de partidos, al menos en un sentido amplio, el de asociación de gentes que quieren representación política. 27 “partidos” en un país que durante 150 años mantuvo un bipartidismo inamovible con dos encostradas “familias políticas” del siglo XIX que arrastraban, por cierto, con la estela de su inalterable poder hereditario.
Se trata hoy de una fragmentación política que reproduce la misma circunstancia de hace 4 años y en general la de las últimas tres décadas, después de la crisis de lealtades que sufrieran el partido liberal y el partido conservador. Y luego de que la Constitución del 91 soltara las amarras que constreñían las tendencias a la segregación, dentro de aquellas “familias” políticas, verdaderos partidos de notables, con rancio olor de oligarquía moderna y de palio arzobispal.
Faccionalismo
Desde su propia fundación, los partidos tradicionales albergaron en su interior disidencias y caudillos emergentes que conspiraban, o distintos grupos de interés, como agrupaciones policlasistas que eran. Pero dichas divergencias las controlaban con la disciplina o el chantaje y el desplazamiento del poder. En realidad, su astucia consistía en gestionar la vida partidista como una hábil y encubierta “coalición de matices”; aunque en algunas ocasiones decidían darle rienda suelta a la rotación de élites cuando el grupo emergente se convertía en una fuerza inatajable, proceso que daba lugar a una reunificación posterior bajo el liderazgo del nuevo caudillo.
Solo que la crisis de identidad en ambos partidos hizo estallar el fenómeno en una multiplicación de facciones bajo el decorado de partidos. Cuando la Constituyente quiso dar paso muy positivamente al multipartidismo, en realidad le dio carta de ciudadanía al faccionalismo. El antiguo divisionismo; a veces soterrado, a veces feral; devino verdadero faccionalismo, solo que mimetizado en multipartidismo. Cierto espíritu de secta y un discurso enconado, e inconado, descubre la catadura de facciones en los partidos que surgieron de la explosión experimentada por el tradicionalismo. Hoy en día toman asiento en el Congreso de la República unos 10 o 12 partidos lo que no se parece a ninguna de las grandes democracias, además de constituir una dificultad para la conformación de coaliciones, causa de inestabilidad en la gobernanza, tal como se ilustra en el gobierno de Gustavo Petro.
Instrumentalización en la representación política
Por distintas razones, la crisis de los partidos tradicionales y las reformas favorables a la pluralidad de partidos han derivado en otra dinámica, común en los sistemas de partidos, aunque en Colombia da lugar a facetas especialmente negativas: la instrumentalización del poder y la representación; su búsqueda personalizada; el caudillaje y el caciquismo.
Para identificar el problema siempre vale la pena recordar la clasificación de partidos hecha por Max Weber; a saber: partidos ideológicos, partidos de interés y partidos de patronazgo.
Estos últimos están definidos por la simple persecución del poder para los jefes, sin que importen mucho la doctrina o el interés de clase o la identidad cultural. El laitmotiv es simple y llanamente el ansia de poder, una forma muy personalizada para que caiga en manos de los altos jefes y de los intermediarios o brokers. Es una suerte de instrumentalización y personalización del poder del que se benefician piramidalmente los integrantes, desde la cúpula hasta las bases; eso sí, en distintas proporciones. Es una combinación corrosiva de razón instrumental y razón patrimonial en la acción colectiva, forma elegante de caracterizar al caciquismo contemporáneo.
La cantidad de facciones bajo el rótulo de partidos surgidos del tronco común del tradicionalismo, también de las nuevas identidades religiosas y finalmente de la expresión por firmas de grupos de ciudadanos, propiciadores de la democracia, pero contradictoriamente alimento de la subcultura del clientelismo y el contratismo ilícito, son todos ellos, efectos perversos que crean escollos casi insalvables a la gobernabilidad. Es un fraccionamiento con el que, para bien o para mal, tropezará el próximo gobierno en el Congreso.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Infobae

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