Lo hacen en medio de un juego de ganancias a corto plazo, a menudo mezquinas; de accidentes y no de sustancias; en el que surgen paradojas y acciones de travestismo o cambio de roles sorprendente. Acaba de suceder con la reforma laboral en el Senado, por fortuna rescatada a última hora del naufragio, obra de casi los mismos partidos que en la víspera la habían ahogado. Aconteció así mismo con la Consulta Popular, mecanismo legítimo y constitucional; defendido sin embargo mediante procedimientos ilegales e inconstitucionales.
Los hechos y las vueltas que da la vida
Cuando el proyecto de reforma laboral hizo su arribo a la Comisión VII del Senado, encontró la oposición de un bloque mayoritario de ocho de sus miembros, que la hundió sin compasión.
Inmediatamente, en una muestra clara de sus reflejos mentales, el gobierno apeló a la democracia participativa y propuso acudir a una Consulta Popular, mecanismo que por otro lado no recibió tampoco el concepto favorable del Senado, un requisito ordenado por la ley. Ya no habría entonces ni proceso legislativo ni Consulta; no habría democracia representativa y tampoco democracia participativa.
Providencialmente, alguien se acordó de que el rechazo en una comisión a un proyecto legislativo gozaba del recurso de apelación ante la Plenaria, posibilidad ésta, de la que se colgó, como de una cuerda incierta, un senador del partido Verde, muy cercano al gobierno, que pidió la revisión.
Al mismo tiempo, ya no en un ejercicio memorioso sino “creativo”, un viceministro y un asesor de alto coturno, exmagistrado por más señas, dieron en la flor de hace pasar la idea forzada de que el gobierno podía por decreto convocar la Consulta, sin el visto bueno del Senado, un dislate enteramente ilegal, por más que los personajes en mención tuvieran la convicción de que la plenaria del Senado había incurrido en irregularidades, eventualidad que supondría una demanda de nulidad, para ser resuelta por los tribunales.
En esas condiciones, el órgano ejecutivo y la cohorte de sus ministros hubiesen querido que el recurso de apelación del senador “verde”, encaminado a resucitar la Reforma, fuese retirado, de modo de impulsar la Consulta, sin la competencia perturbadora de un nuevo trámite legislativo, del que desconfiaban; y además por la etérea razón de su fe en la validez de la convocatoria a la ciudadanía.
Solo que ya la Oposición y los independientes, los mismos que antes resistían el proyecto de ley, resolvieron revivirlo, al influjo de un soplo, como si viniera del Espíritu Santo; y en todo caso, sacarlo adelante en muy pocos días. Para lo cual, eran necesarios los consensos adecuados, así fueran tácitos; y la voluntad política; voluntad y consensos que se pusieron airosamente a prueba en la Comisión IV, la nueva instancia, a la que fue trasladada en tercer debate la discutida reforma. Senadores de los “verdes”, de la “U” y del partido liberal, la hicieron aprobar, interesados como estaban, en el hecho de no aparecer como enemigos de un proyecto progresista en los términos de la legislación internacional y beneficioso para los trabajadores.
Únicamente cuando la propuesta salió auspiciosa para el debate en la Plenaria, empezó a ser acogida con interés por el gobierno, el mismo que terminó por respaldarla completamente, en la medida en que cumplía con todas sus expectativas. De forma simultánea, el Consejo de Estado dictó medida cautelar y, como era de esperarse, decretó la suspensión de la Consulta. En ese momento ya no se pudo poner en práctica la democracia directa, pero en cambio se cumplió el proceso de la democracia representativa, cuando antes había sido cancelado.
Si el mecanismo de la Consulta servía de presión, lo era de un modo inocuo y volátil, porque cualquiera sabía que aquella no prosperaría ante las Cortes, dada la ausencia de un requisito ineludible.
Al final, la reforma laboral fue aprobada por el 60% del Senado, efecto propiciatorio de un fenómeno de identidad política y funcional, del cual pueden hacerse partícipes, no solo la bancada del gobierno sino las de partidos con algún grado de oposición como la mitad de los verdes o como los parlamentarios de la “U” y los liberales.
Esquivando una crisis institucional
Como el decreto presidencial de la Consulta Popular estaba lastrado por el doble vicio de la ilegalidad y la inconstitucionalidad, no importa lo que pensaran los representantes del gobierno, éste arrastraba con el riesgo de conducir el proceso político a un callejón sin salida, en el momento en que el Consejo de Estado suspendiera dicho decreto, si al mismo tiempo el Senado no lograba desempantanar el trámite de la reforma laboral, pues el gobierno se hubiera quedado huérfano, sin la existencia de su proyecto de ley, capítulo importante de la agenda; e igualmente sin un mecanismo estimulante de participación popular, en el que debía incorporar la deliberación pública y la movilización pedagógica. Sin contar por supuesto con la eventual calamidad de un gobierno llevado ante los tribunales por acusaciones de prevaricato, lo que ahora sin el decreto de Consulta debiera resultar inocuo.
Venturosamente, el Senado reaccionó y, más allá de sus divisiones ideológicas -de apenas algunas de ellas- puso en pie una reforma progresista, que recuperaba derechos laborales extraviados en las últimas décadas, por voluntad de algún gobierno, para el que vanamente la abolición de tales garantías se traducía en más empleo. Con lo cual, los senadores (no los más irreductibles de la oposición anti-petrista) ayudaron a despejar el camino de la Administración Petro que, de esa manera, esquiva ahora una crisis institucional, aunque sus voceros no hayan sido plenamente conscientes del despropósito. Por supuesto, hay que reconocer a su turno, que las Cortes hubieran sorteado el impasse de tajo, con la invocación de la norma vigente. Ahora bien, la sensata decisión del Senado, al aprobar la ley, deja también al gobierno frente a la obligación de complementar esa reforma con propuestas legales, en las que se ha mostrado lento, que ayuden a las micro-empresas, a las pequeñas y a las medianas, a fin de evitar el hecho de que los nuevos costos laborales las pongan en serios aprietos. Se trata de remedios crediticios y tributarios, que eviten el cierre de esos pequeños emprendimientos, hilo básico del tejido empresarial.
Lo que queda y lo que va faltando
No será solo la reforma laboral salvada por el Congreso la que, habiendo nacido a la realidad jurídica y material, impida la descolgada de la agenda reformista; también la pensional, aprobada hace meses, pero solo ahora confirmada constitucionalmente por la Corte, afianzará los buenos vientos parciales que acompañan el plan estratégico del gobierno. El juez supremo de control constitucional encontró exequible la norma aprobada, aunque claro: la devolvió a la Cámara para que esta corporación le diera el debate que en medio de los afanes no le dio en su momento, efecto que ciertamente subsanará sus vicios de procedimiento.
Con todo, quedan pendientes realizaciones y correcciones en el gobierno, no ya en la estructura general del Estado, sino en la gobernanza general, en el orden de su dirección ejecutiva, no ya resignadamente para hacer el cambio, sino para una gestión mínimamente apropiada en el campo de la gobernabilidad, para retos imperiosos en las rutinas del “buen gobierno”, asuntos que exhiben sus cascarones y carencias, tales como los estímulos a la inversión y por tanto al crecimiento; así mismo, como las pautas adecuadas para el control del déficit fiscal y para la limitación de la deuda pública, algo que no será fácil en verdad, dado los niveles del gasto y los comportamientos oficiales que apelan a la fórmula de los “escapes”, con respecto a la regla fiscal.
¿Constituyente y octava papeleta?
Son debilidades en la gestión que no serán resueltas obviamente con solo mecanismos de participación popular, de movilización ciudadana o con actos simbólicamente refundacionales en política; ni con la sola agitación discursiva alrededor de una Constituyente, a la que por cierto no hay que huirle como a un diablo azufrado y polarizador, tratándose como se trata de un gran mecanismo transformador consagrado en la Constitución Nacional. Es un espacio de re-creación de los procesos políticos que, sin embargo, no podrá ser concretado eludiendo la intervención del Congreso; y mucho menos convirtiéndolo en realidad, mediante una papeleta rubricada por ocho millones de votantes, procedimiento éste “no- admisible”, ni legal ni constitucionalmente hablando.
Una Constituyente, como oportunidad histórica, como factor de identidad reunificadora y progresista, solo puede resultar de un amplio consenso que pueda incoarse en la ciudadanía; eso sí, también en el Congreso.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Senado de la República
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