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La revolución ética en Colombia empieza por las reformas sociales

1 diciembre, 2025 By Gabriel Bustamente Leave a Comment

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A muchos les ha sonado raro que Iván Cepeda proponga una revolución ética para el país. Y suena extraño, precisamente, por lo desconocida que es la ética para los colombianos, en especial la ética pública. Al punto que, en nuestra ignorancia supina, creemos que la ética son normas morales, inútiles e improductivas, como los códigos de integridad que duermen en los anaqueles de las entidades del Estado, y no esa capacidad de reflexión frente a nuestra libertad de tomar decisiones, entre ellas las políticas públicas que, éticamente hablando, deberían buscar el bienestar general y la justicia social y no la oscura satisfacción de intereses particulares. Capacidad ética que, no solo no tiene que ver con la moral, sino que a veces está en contravía de quienes tienen tanta moral, que la tienen doble, como nos recuerda la historia, con la figura del exprocurador Ordóñez y su cuestionada cruzada moral contra las mujeres y los homosexuales.

Por esto, la ausencia de ética es nuestra mayor tragedia como nación; nuestra mayor desgracia, que está reflejada en esa incapacidad de poder pensar sobre lo que está bien o está mal y reflexionar sobre las consecuencias de nuestros actos, tanto en lo público como en lo privado. De ahí, por ejemplo, la liviandad con que simplificamos problemas tan graves como el narcotráfico diciendo que, mientras haya demanda habrá oferta, o el “plata es plata” de Fico, o la “cultura” del atajo impulsada por una sociedad de consumo, que lo quiere todo y lo quiere ya. Esas lógicas grises y mediocres son las que nos hacen tanto daño y nos están matando, física y espiritualmente, en la época del OnlyFans y el dinero fácil.

Albert Camus, en “La Peste”, nos advierte que el mal que hay en el mundo viene casi siempre de la ignorancia y que la mayoría de atrocidades se han cometido por hombres de buena voluntad, pero inconscientes. A una conclusión parecida llegó Hannah Arendt cuando analizó las aberraciones cometidas por los nazis y se negó a aceptar que estos eran unos monstruos, unas manzanas podridas y, por el contrario, afirmó con vehemencia que los nazis eran seres normales y corrientes, que tenían una cosa en común: eran banales, es decir, habían perdido la capacidad de pensar por sí mismos, al punto de aceptar sin cuestionamiento alguno el participar en la tortura y exterminio de millones de personas, bajo las leyes de Nuremberg. Porque valga recordar que la ley cuando se pervierte, se aleja de su anhelo de justicia; ya lo vimos muy bien en la “cultura” de la legalidad de Duque, o en las normas expedidas para legalizar el despojo de tierras, lideradas por los parapolíticos.

La misma banalidad del mal que podemos observar en los miles de militares que, sin objeción alguna, asesinaron a campesinos o muchachos vulnerables, los vistieron de guerrilleros y los presentaron como bajas en combate para elevar las estadísticas de la gestión por resultados de la fuerza pública, la confianza ciudadana en la seguridad democrática y obtener un ascenso o un permiso para ver a la progenitora el Día de la Madre. La misma banalidad de quien conforma un grupo armado y nunca se cuestiona que no deberían existir motivos ideológicos, políticos o económicos que valgan la vida o la libertad de un ser humano, ya que no es necesario leer a Kant para saber que cada vida es única e irrepetible, que cada hombre es un fin en sí mismo.

De esos seres mediocres, diría José Ingenieros, es que viene el mayor peligro para una sociedad, porque su falta de reflexión, es decir, de ética, nos termina afectando a todos. Y más, si el mediocre llega a tener poder político o económico, cuyo caso dramático lo representa Donald Trump, el presidente de la nación más poderosa del mundo, que asesina sin razón humildes lancheros, bloquea países vulnerables, patrocina genocidios y en su estrecha mente solo ve negocios y dinero. De ahí, que no es gratis, que su mayor seguidor en Colombia, Abelardo de la Espriella, sea quien vocifera que la ética no tiene nada que ver con el derecho, ni con la política, y a juzgar por sus gustos y lujos estrafalarios, tampoco con la estética.

Así que la ética, entendida como la ciencia que nos ayuda a tomar buenas decisiones, especialmente decisiones justas, tiene que ver con la reflexión profunda que debemos hacer los colombianos para analizar si este país que hemos construido es el que queremos heredarle a nuestros hijos, empezando por las decisiones pendientes en la agenda pública que tienen que ver con las reformas sociales y la protección de la vida en todas sus manifestaciones, que son reformas que tienen profundas implicaciones éticas. Como dijo Walter Benjamin, no basta con distinguir lo justo de lo injusto; la ética exige indignación, solidaridad y responsabilidad frente al otro, al oprimido, que es el sujeto histórico de la ética y el motor de una política compartida de esperanza por construir un mundo mejor.

Así que es el momento de preguntarnos, por ejemplo: ¿Cómo pudimos permitir que el sistema de salud se convirtiera en una cloaca para enriquecer a unos pocos a costillas de la vida de millones de colombianos? ¿Por qué no tuvimos la ética de reflexionar y oponernos cuando las EPS sometieron a los médicos, bajo el modelo de gestión por resultados, a atender máximo 15 minutos al paciente y solo recetar ibuprofeno? ¿Por qué la inmensa mayoría de trabajadores de la salud agacharon la cabeza y siguieron las órdenes de las juntas de administración de las EPS, que sin profesionales sanitarios, decidían qué intervención quirúrgica se aprueba y cuál no, con criterios de utilidad financiera y no de salud pública? ¿Por qué hasta algunos sindicatos de la salud pauperizaron a sus propios compañeros con las denigrantes cooperativas de trabajo para acomodarse a la reforma laboral de Uribe? ¿Por qué dejamos cerrar cientos de puestos de salud en las zonas rurales bajo la lógica de la demanda del mercado y no del derecho humano? ¿Por qué permitimos que medicamentos esenciales para la vida tengan hoy la condición de mercancías y sufran de acaparamiento?

¿Por qué permitimos que se bajaran los salarios de los trabajadores, se eliminaran los contratos laborales, se limitaran las horas extras nocturnas y dominicales y se afectara la vida digna de los asalariados y sus familias, y todo para fortalecer la confianza inversionista y enriquecer mucho más a los que más tienen? ¿Por qué nadie dijo nada cuando a los megaricos de Colombia les dimos miles de millones en subsidios, de dinero de todos los colombianos y, aún en la pandemia, las ayudas no fueron para la gente pobre sino para fortalecer a los grandes capitales del país, mientras mucha gente aguantaba hambre y se hacían exorbitantes y corruptos negocios con las vacunas en el Ministerio de Salud y la UNGRD?

¿Por qué, junto a la eliminación de los contratos laborales dejamos a la gente humilde sin sistema de protección social y permitimos que montaran negocios sobre el derecho a la pensión en detrimento de la gente? ¿Por qué condenamos a millones de ancianos a la pobreza y la miseria negándoles la oportunidad de una jubilación justa?

¿Por qué, a pesar de toda la evidencia científica y los efectos ya palpables de la emergencia climática, permitimos que mineras, petroleras, constructoras e industrias contaminantes continúen destruyendo nuestras selvas, ríos, humedales, parques naturales, fauna, flora y hasta el aire que respiramos? ¿Por qué nos oponemos a la transición energética si de ella depende la vida?

Y en el fondo, la respuesta a toda nuestra problemática no la tiene la economía, ni el derecho, ni la política, y ni siquiera la ciencia; la respuesta está en la ética. Porque, precisamente, una economía donde todo se compra y todo se vende, incluidos los niños (como vemos en el caso Epstein, o en muchas partes de Colombia), necesita un Estado que sea un ente no solo jurídico y político, sino ante todo ético para poner límites a la degradación capitalista. Unas leyes que fomentan la desigualdad, la concentración de riqueza y la negación de derechos fundamentales, hechas por un Congreso que se niega a representar los intereses del pueblo por rendirse a los pies del gran capital, necesitan de la renovación del legislativo y un sistema político corrupto y paquidérmico necesita una reforma política. Y una comunidad científica a quien le importa más la fama y el dinero, que el avance de la humanidad, que no le interesa curar enfermedades para perpetuar negocios farmacéuticos, y que con la mayor frivolidad usa sus conocimientos para construir armas de destrucción masiva, es más que evidencia de que la ética no parte del conocimiento legal, económico, político o científico, sino de la sabiduría para cuidar la vida.

Si necesitamos una profunda revolución ética a todo nivel del Estado y de la sociedad, porque la base de la democracia nos enseña que el poder es del pueblo, pero ese gobierno del pueblo debe ser virtuoso, es decir, ético. Y la virtud hace parte del proyecto ético de la ilustración, que nos dice que no nacemos ciudadanos, nos hacemos ciudadanos a través de la educación, la cultura y el ejemplo. Así que, más que prometer bajar salarios a funcionarios con enormes responsabilidades públicas, pero sobretodo legales, un gobierno ético debe exigirles total transparencia en el manejo de los recursos públicos y total coherencia con el proyecto político que representan: el del interés general del pueblo colombiano, que se traduce en la garantía de que sus derechos se harán respetar por encima de cualquier interés particular.

Gabriel Bustamante Peña, Presidente del Instituto de Ética Pública y profesor universitario

Foto tomada de: ivancepedacastr en Instagram

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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