En la sociedad vieja – la era de papel, digamos –, el lector conocía la filiación política e ideológica del medio, y la firma del ideólogo que con chapa de periodista, editorialista o columnista lo adoctrinaba. En la era de las comunicaciones virtuales que rigen la sociedad actual y con la intromisión de la IA, nada de aquello es seguro; porque el medio puede ser aparente, el firmante un fantasma, y el mensaje una mentira entera o una tergiversación maliciosa, imperceptible.
Lo que ha ocurrido en pocos años es que el neoliberalismo: la cumbre del capitalismo con su cuarta revolución digital que no anticiparon Ricardo ni Marx, ha perfeccionado los medios de adoctrinamiento para mantener el control ideológico sobre los ciudadanos.
La imagen de los lectores de diarios sentados en el sillón familiar, el metro o un escaño público leyendo a dos brazos unas hojas enormes que escondían medio cuerpo y con las que los miserables urbanos se abrigaban por las noches, pertenece al pasado. El arte da fe de que por más de doscientos años existió la costumbre cotidiana y masiva de leer diarios, hasta que expiró el siglo XX. Ahí siguen en las viejas películas gánsteres y espías fingiendo leer su journal.
Lo de hoy es el móvil, no el diario de papel, y para los menores de 30 años nacidos en la era de la conectividad, los lectores de papel impreso somos antigüedades andantes que miran con compasión.
Antes, la televisión había extinguido el cuadro de la familia reunida en torno a un gran aparato de radio escuchando música, las noticias de la gran guerra, de la segunda guerra mundial… el viaje a la luna. Aquella imagen sólo pervive en las viñetas vintage. Ahora radio y tv están incorporadas al teléfono con una variada batería de dispositivos virtuales de entretenimiento que prodigan a voluntad información y regocijo en el cuenco de la mano; y una cámara con la que crear su propio canal de expresión y autopromoción.
El ciudadano moderno encontró en el teléfono móvil el refugio de su individualidad, y el hábitat para su confort.
Por primera vez, sin más trámite que un clic, puede convocarse un diálogo visual, compartir información en distintos formatos, y convertir la experiencia misma del contacto en un registro perdurable y de posible circulación, aunque con ello ponga en frío las viejas relaciones con el grupo al que pertenece, como bien lo representa una instantánea de la sociedad actual: la familia sentada a la mesa en un restaurante, o en la sala de estar, cada uno agachado sobre la pantalla de su aparatico chateando con interlocutores ausentes, mientras los separa la incomunicación del silencio. Los circunstantes no necesitan compartirse nada, pero les urge “conectarse” con quienes les interesa realmente, que por lo general permanecen en el extramuro familiar.
La era de la conectividad digital trasformó el modo en que tiene lugar el diálogo social. En el nuevo diálogo la presencia es prescindible, y al romperse los obstáculos que planteaba la presencialidad, solucionarse las urgencias de la inmediatez y acercarse lo distante; la interacción por el móvil o la internet crea en el individuo la sensación superior de ser autónomo y de tener el control sobre la comunicación.
Nuestro ciudadano es capaz de originar un diálogo privado y de tener el control sobre el mismo, pues el chat y el correo pueden orientarse y cerrarse a voluntad. Cosa distinta sucede cuando entra en el caudal de las redes sociales, porque quien se expone a la comunidad de las redes sabe que el diálogo se hace interminable y se somete a perder todo control sobre el contenido, con los riesgos de la tergiversación, la ofensa… el desvío.
Sin embargo, la verdadera maquinaria de manipulación del sujeto social acecha en la producción de los algoritmos que, cada vez que hacemos clic en un contenido de nuestro gusto, se nutre con esa información y nos convierte en el objetivo de un mensaje programado que usa como huéspedes las redes y el teléfono móvil, que tiene all in one los canales preparados a la recepción con el primer vistazo de la pantalla.
Y el usuario ignora estar siendo colonizado por un discurso que no puede rechazar, dado que el sistema no le notifica su entrada.
Los algoritmos permiten la creación de contenido dirigido a determinados grupos que la numeración aleatoria puede convertir en su objetivo, en un proceso oculto que produce sus mensajes en masa y en forma automática. La ingeniería de software nos ha convertido en sujeto pasivo de publicidad de mercancías y de campañas políticas para redefinir nuestra inclinación de compra o de afinidad ideológica, tomando las preferencias expresadas en nuestras comunicaciones en la red o el móvil.
El adminículo nos ve, nos oye y nos sique, y envía la información a centros de manejo que desconocemos.
Los descreídos sobre la capacidad de manipulación de tales centros, pueden acudir a las recriminaciones mutuas entre candidatos presidenciales en los Estados Unidos sobre la manipulación digital que habría incidido en el resultado electoral. Todo parecía un problema ocasional de campañas, pero una noticia reciente indica que la operación encubierta sobre nuestras preferencias políticas e ideológicas es una operación permanente.
Según lo difundió el canal español “Negocios TV” el pasado 23 de mayo – una publicación de centro derecha –, La GACETA – un periódico de derecha –, publicó un informe titulado Fabricando la Desinformación (Manufacturing Misinformation) firmado por el Dr. Norman Levis; según el cual, “la Comisión de la UE que preside Úrsula van der Legen ha invertido 649 millones de euros con el fin de “hacer la guerra a la opinión libre en Europa.”
El informe habla de una inversión canalizada en 349 proyectos contratados con ONGs, universidades, centros de pensamiento, medios de comunicación, periodistas y empresas electrónicas de fachada, en un plan de largo plazo destinado a interferir con herramientas digitales y el uso de la IA, los contenidos de la opinión libre en las redes. Organizaciones como USAID, según las propias denuncias de Trump, han sido útiles a esos fines y al derrocamiento de gobiernos como el de Ucrania en 2014.
Se trataría de una estrategia para actuar en distintos momentos y frentes. El primero, desde la creación misma de contenidos en las redes, simulando colaboración con el autor, mediante la estratagema que denominan “democracia participativa”: intervenir públicamente en la producción de contenidos desde emisores falsos.
El segundo momento de intervención tiene el propósito de desfigurar el contenido independiente, alterarlo con maña y paciencia, y presentarlo afeado y odioso a los ojos del público corriente. El tercer momento consiste en la confrontación directa al productor del mensaje o del canal libre, hasta convertirlo en un objetivo de repudio de los adeptos de la mayoría ideológica dominante, y de los ciudadanos que no han tomado partido.
En el fin último de evitar la prosperidad de la opinión chocante con el discurso ideológico predominante, la mentira y la agresión no física son las herramientas preferidas del método. Un método usado por los serviciales de las grandes cadenas de información que padecen nuestros comunicadores independientes; el mismo empleado por la derecha colombiana en el referéndum convocado torpemente por Santos en 2016 para aprobar o desaprobar el Acuerdo de Paz acordado entre el gobierno nacional y las FARC-EP. ¡Que salgan a votar emberracados!, fue la consigna, y la mentira fue la leche de cada día.
La investigación de Norman Levis exhibe la pantomima democrática de los líderes neoliberales de Europa que, mientras acusan de “autoritarios” a ciertos países por violar el derecho de expresión, pagan la costosa patraña con la que parece han conseguido la “aprobación social” de sus políticas. Habrá que esperar la publicación completa del informe sobre el que los grandes tirajes norteamericanos de USA, el Reino Unido y Europa guardan silencio injustificable. Sólo se explica porque tales rotativas y ediciones virtuales pertenecen a la órbita neoliberal que los controla. Y a nosotros también, donde los medios miran a otra parte. Ni siquiera cuestionan la seriedad del informe.
Los usuarios de los instrumentos de la conectividad aparecen indefensos ante las maniobras de un sistema capaz de controlar los contenidos contra su deseo. Los viejos lectores de papel impreso contaban con la lectura compartida que favorecía la comprensión y la oposición eventual al mensaje; algo de lo que carece el usuario solitario de links y datos que lo abruman sin solicitarlos.
Porque la lectura en la sociedad derogada fue un acto de iniciativa del sujeto. Hoy, la lectura se nos impone tan pronto enfrentamos la pantalla en la planta de la mano. Se ofrece, se insinúa, aparece. No todo ha sido ganancia en la evolución de la técnica que presenciamos.
Álvaro Hernández V
Foto tomada de: Meta AI
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