Con esto no se busca reducir el diálogo a la falsa creencia de afirmar que los jueces son sujetos ajenos al “mundo exterior”, o creer que la administración de justicia como institución no se encuentra permeada en ciertos niveles por el crimen organizado. Jueces y magistrados no son ajenos a la realidad misma del “poder”, pero esto no puede ser usado como argumento totalizante para esgrimir que un sistema judicial debe ser eliminado por ser permeable. Si esta fuera la lógica, ningún sujeto o institución podrían existir en sí mismos.
La impunidad no se reduce en las urnas; este mecanismo en sí mismo tiene mayor probabilidad de aumentarla. No reviste de ninguna lógica o razón entregar un sistema judicial a los actores que buscan evadir la justicia. Hacer del sistema judicial un campo electoral es abrir las puertas al crimen en sus diferentes expresiones, para elegir y ser elegidos, cosa que solo puede tener un posible resultado: decisiones favorables a quien logre cooptar.
Solo se necesita pensar por breves segundos quiénes son los actores más interesados en elegir a sus censores, quiénes estarían más interesados en ser representados cuando se trata de acciones que pueden ser juzgadas o de negocios que pueden estar sometidos al control jurisdiccional, quiénes encontrarían la solución a muchos de sus problemas si logran colocar en estos cargos a quienes luego deben pedir una decisión. Si un partido político no calcula estos efectos, solo puede tener una explicación: serán en parte los beneficiarios. Ver a la izquierda en México siendo cómplice de esta aberración institucional no ofrece garantías a una sociedad controlada por el crimen organizado.
Un sujeto con valores democráticos, lo primero que debe hacer si tiene un cargo de poder, es fortalecer la rama judicial, no parasitarla. Entre mayor autonomía tiene un sistema judicial, mayor garantía se tiene a futuro de que este sistema no sea usado como arma. Esta decisión en México busca disminuir los obstáculos de la rama judicial a la rama ejecutiva; no tiene un fin social o democrático en sí mismo, ni sus resultados serán a favor de una democracia.
Casos como México, Colombia, Ecuador, Venezuela y El Salvador, en el caso latinoamericano, reflejan la pugna constante por los frentes políticos en buscar captar, subordinar, extorsionar y/o eliminar la rama judicial. Escenario equivalente se puede ver en Estados Unidos con la obsesión por controlar la Corte Suprema, y esto termina en una pregunta: ¿Existe una fórmula precisa para esta necesidad?
La respuesta es sencilla: no existe ninguna fórmula mágica para asegurar la imparcialidad de una rama del poder y sus sujetos electos, pero hay métodos que mitigan los daños colaterales. Todos los jueces y magistrados deberían ser electos por medio de concurso de méritos que evalúen diferentes tópicos: académicos, conocimientos, psicosociales y laborales. Esto no evita que un sistema pueda ser parasitado, pero sí disminuye el margen de daño, disminuye la posibilidad de hacer de los operadores judiciales sujetos supeditados al gusto del elector. El capricho de un votante no puede ser equiparado a una fuente del derecho. Entregar a los votantes el único órgano con la capacidad de investigar, analizar, juzgar y sentenciar tiene más riesgos que posibles beneficios. No estamos hablando de algo menor: realmente el poder judicial concentra simbólicamente lo que nunca podrá reflejar el poder ejecutivo o legislativo, que es en sí mismo un límite al poder.
Exponer la figura del juez o magistrado a un ejercicio electoral es un golpe directo a todos los fundamentos de un sistema judicial —imparcialidad, autonomía, rigor— por un tema central: los procesos electorales son un ejercicio de distorsión de las emociones, las frustraciones y, para la real política, un buen negocio. Si esto se desplaza a los principios de un ordenamiento jurídico, termina en un solo escenario posible: hacer del derecho como institución un instrumento de venganza a mediano plazo.
Entregar la capacidad de interpretación y argumentación sobre las decisiones al instinto emocional del elector se traduce en que las decisiones tienen como fuente consideraciones; se suprimen los lineamientos de la técnica, se anulan las bases históricas, se restringen los argumentos comparativos y todo queda en subjetividad, donde lo que importa es lo que asumo o creo como votante, y no bajo unas reglas de juego generales, impersonales y abstractas que deben revestir todo ordenamiento jurídico.
Todo esto termina en algo común: que las decisiones de la administración de justicia se construyen sobre el criterio del gusto. No su coherencia, no su análisis, no su rigor, sino el gusto y la aprobación colectiva. Y si algo tiene el concepto “pueblo” es una carga de falacias y mentiras tan grandes como el concepto “superación personal” o “libre mercado”, por algo común: no existe una forma de colectivizar una pluralidad masiva de formas de ser, pensar, actuar de una masa social. Los procesos de voto popular solo reflejan casi siempre la mitad o, en el mejor de los casos, una tercera parte de las visiones sociales de corto plazo. Los procesos electorales son muy malas radiografías de lo que realmente sucede en las condiciones psicológicas de una población; casi siempre las decisiones en lo electoral se toman sobre los presupuestos del “mal menor”. Ahora estaríamos hablando de cómo identificar el mal menor en nada más y nada menos que el único órgano institucional que se tiene en Occidente con la facultad de sancionar.
México y Colombia tienen un patrón común: el control del narcotráfico en múltiples expresiones sociales, económicas y, en especial, políticas. Es justo y necesario advertir el riesgo potencial de lo que hoy el “pueblo” mexicano cree estar eligiendo. Pero bien enseña la física que toda acción tiene una reacción opuesta y contraria: a partir de ahora en México, una parte de los jueces, en sus providencias, solo estarán sometidos a quien controle o financie sus campañas.
Concluyo este escrito con un dato adicional: Colombia tiene toda la experiencia social y política del caso en reflejar cuáles son los efectos de parasitar el poder judicial desde el poder político. La cooptación de las tres altas cortes desde la década de los años 80 y con mayor énfasis en la primera de los 2000 son un espejo fehaciente del riesgo de la cooptación. Hoy México se ofrece como laboratorio del primer país del mundo que políticamente decide feriar su sistema judicial en todos los niveles y, como siempre suele pasar con los experimentos, las más de las veces los ensayos-errores suelen causar mucho dolor a sus sujetos de prueba.
Si uno piensa en Hans Kelsen frente a su construcción simbólica de la pirámide, aplicada para el caso mexicano, tendría que mutar de la forma piramidal al estado de la materia de lo líquido, porque todo lo conocido en materia de administración de justicia quedaría diluido al campo de las emociones de las “masas” y, claro está, del narcotráfico.
Abdiel Mateus
Foto tomada de: BBC
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