En este contexto adverso, los gobiernos progresistas enfrentan enormes obstáculos para impulsar transformaciones que busquen el bienestar general y la consolidación de un modelo de seguridad humana que privilegie la vida, la dignidad y los derechos de las y los ciudadanos.
Las características de dicho régimen, las dificultades que impone a los intentos de transformación social y democrática, y los retos que supone desarrollar una política de seguridad humana en una sociedad atravesada por la violencia estructural y cultural promovida por las élites es el objetivo de esta reflexión
- El régimen oligárquico colombiano: raíces y características
El régimen oligárquico colombiano no es una construcción reciente; se gestó desde el siglo XIX, consolidándose a través de la concentración de la tierra, el control de las instituciones políticas y económicas, y la apropiación de los recursos del Estado en beneficio de una élite reducida.
Su estructura básica puede caracterizarse por varios elementos interrelacionados:
- Concentración del poder político y económico. Un reducido grupo de familias y clanes empresariales han controlado históricamente las principales palancas del poder en Colombia. Esta concentración ha derivado en un sistema clientelista donde los cargos públicos, la contratación estatal y los recursos públicos son utilizados para perpetuar lealtades políticas y económicas.
- Violencia como instrumento de control. El régimen ha utilizado sistemáticamente la violencia —física, simbólica y estructural— para sofocar las demandas populares y mantener el statu quo. Desde la época de La Violencia (1948-1958), pasando por las masacres contra movimientos sociales, los asesinatos de líderes sindicales y defensores de derechos humanos, hasta el uso de paramilitarismo como brazo extralegal del poder, la represión ha sido una herramienta esencial.
- Cultura del odio y polarización. Las élites han promovido una cultura del odio para dividir a la sociedad y justificar la represión. La criminalización de la protesta, la estigmatización de líderes sociales, indígenas, campesinos y de cualquier expresión de pensamiento alternativo han sido prácticas constantes. Los medios de comunicación corporativos, controlados por estos mismos sectores, han jugado un papel central en la difusión de narrativas que profundizan la polarización.
- Corrupción estructural. La corrupción no es una desviación accidental del sistema, sino un componente funcional del régimen oligárquico. A través de redes de corrupción, se canalizan los recursos públicos hacia los bolsillos de las élites, garantizando su reproducción económica y política, mientras se deterioran los servicios públicos y se debilitan las capacidades del Estado para atender las necesidades de la ciudadanía.
- Privatización de derechos. En este modelo, la educación, la salud, la seguridad social y hasta la justicia se han convertido en mercancías accesibles solo para quienes pueden pagarlas. Las reformas neoliberales impulsadas en las últimas décadas han profundizado esta tendencia, erosionando la idea misma de derechos universales.
En este escenario profundamente desigual y violento, un gobierno progresista que pretenda impulsar reformas en favor de la justicia social y la democracia real enfrenta desafíos colosales:
- Captura institucional. El aparato estatal está en buena medida capturado por las élites tradicionales. El poder legislativo, las altas cortes, los organismos de control y las fuerzas militares y de policía están fuertemente influidos, cuando no directamente subordinados, a los intereses oligárquicos. Esto se traduce en bloqueos sistemáticos a cualquier intento de reforma estructural.
- Guerra jurídica y mediática. Cualquier iniciativa progresista es sometida a una intensa guerra jurídica y mediática. Las reformas se judicializan, se entorpecen con demandas inconstitucionales o son bloqueadas por tecnicismos legales. Paralelamente, los medios de comunicación despliegan campañas de desinformación para desprestigiar al gobierno, sembrar temor en la población y alimentar la polarización.
- Amenazas y violencia contra los cambios. Los actores armados ligados a las mafias, a sectores empresariales corruptos y a estructuras paramilitares actúan como garantes de los intereses oligárquicos en los territorios. Líderes comunitarios, ambientalistas y defensores de derechos humanos son asesinados de manera sistemática, en un intento por frenar los procesos de organización y resistencia popular.
- Fragmentación y cooptación social. El régimen OLIGÁRQUICO ha promovido históricamente la fragmentación del tejido social, cooptando organizaciones populares mediante prebendas o dividiéndolas a través de mecanismos clientelistas. Esto dificulta la construcción de un movimiento social unificado que pueda respaldar de manera sostenida un proyecto progresista.
- Limitaciones fiscales y dependencia económica. El modelo económico, basado en el extractivismo y el rentismo, limita el margen de maniobra de un gobierno progresista. La presión de los grandes capitales y de los organismos financieros internacionales impone restricciones fiscales que dificultan la ampliación del gasto social y la inversión pública necesaria para transformar las condiciones de vida de la población.
- Retos para desarrollar una política de seguridad humana
En este contexto, desarrollar una política de seguridad humana resulta no solo necesario, sino profundamente subversivo frente al régimen oligárquico. La seguridad humana implica poner en el centro la protección integral de las personas, garantizando sus derechos, su bienestar y su dignidad, en contraposición a los modelos autoritarios y represivos tradicionales. Entre otros aspectos se requiere:
- Desmilitarización de la seguridad. Un primer reto es desmontar el enfoque militarista que ha dominado la política de seguridad en Colombia. Esto implica redefinir el rol de las Fuerzas Armadas, fortalecer los componentes civiles de la seguridad y construir cuerpos policiales democráticos, respetuosos de los derechos humanos y vinculados a las comunidades.
- Reconstrucción del tejido social. La seguridad humana no puede lograrse sin una profunda reconstrucción del tejido social. Es necesario promover procesos de organización comunitaria, participación ciudadana y fortalecimiento de las capacidades locales para gestionar los conflictos y promover el desarrollo humano.
- Justicia y reparación. La impunidad ha sido uno de los principales motores de la violencia. Una política de seguridad humana debe incluir mecanismos eficaces de justicia, reparación integral a las víctimas y garantías de no repetición. Esto supone enfrentar las resistencias de los sectores que se han beneficiado históricamente de la violencia y la impunidad.
- Lucha contra la corrupción. Sin enfrentar de manera frontal la corrupción, cualquier esfuerzo en favor de la seguridad humana estará condenado al fracaso. Es necesario desmontar las redes de corrupción que permean el aparato estatal y que impiden que los recursos públicos lleguen efectivamente a la población.
- Democratización de la información. La batalla por la seguridad humana también se libra en el terreno simbólico. Es indispensable promover una democratización de la información, que contrarreste las narrativas de odio y estigmatización promovidas por los medios corporativos y que construya discursos en favor de la convivencia, la solidaridad y el respeto a la diversidad.
- Enfoque territorial y diferencial. La política de seguridad humana debe responder a las realidades específicas de cada territorio y tener en cuenta las diversas formas de violencia que afectan de manera diferencial a mujeres, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, jóvenes y otras poblaciones vulnerables.
A manera de cierre de esta reflexión se puede afirmar que el régimen oligárquico colombiano ha hecho de la violencia, el odio, la corrupción y la represión una práctica de gobierno que sacrifica sistemáticamente los derechos, el bienestar y la tranquilidad de las y los colombianos. En este contexto, los gobiernos progresistas enfrentan enormes dificultades para avanzar en reformas que promuevan la justicia social y la democracia real.
Desarrollar una política de seguridad humana en estas condiciones es un acto profundamente transformador que choca de frente con los intereses de las élites tradicionales. No obstante, es un camino indispensable si se quiere construir una sociedad más justa, pacífica e incluyente.
Este proceso requiere valentía política, movilización social y una profunda renovación de las instituciones públicas. Solo así será posible desmontar las estructuras de odio y violencia que han marcado la historia del país y abrir paso a un futuro donde la seguridad de las personas esté garantizada no por el miedo, sino por el respeto a su dignidad y sus derechos.
Carlos Medina Gallego, Historiador y Analista Político
Foto tomada de: Senado de la República
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