Fallando, fallando, te largue parao.
Cuando estés bien en la vía
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer secándose al sol.
Cuando rajes los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar,
la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás…”
Enrique Santos Discépolo.
“En Europa la pobreza es una desgracia, pero en América es una vergüenza”. Dijo la profesora Edith Mirrielees a John Steinbeck (premio Nobel de literatura 1962) para disuadirlo de su vocación de escritor, porque en el universo la pobreza es la mayor aniquiladora de talentos, el peor sinónimo de la fatalidad. En Colombia es una tragedia, y antesala de otras tragedias:
A los que ganan el pan con el dolor de su cuerpo les caen las montañas encima, los anegan ríos enfurecidos, y asolan las epidemias; la policía a mansalva, sobre seguro, con brutalidad los desaloja de ranchos de caña; son a quienes masacran y descuartizan bandas paramilitares; sus niños son depredados por los violadores en serie, crimen que en Colombia tiene sello de clase; sus hijas devienen encarne barata para lujurias en tantos idiomas; son sus jóvenes ración para la metralla de todos los bandos, incluso en guerras ajenas; pasaporte para acabar aplastados en cárceles de cualquier patria; siempre en lista de espera a la fosa común, ¡que hasta una cruz de palo se les mezquina! Igualmente se les “deja morir” -eufemismo de asesinato- a las puertas de los hospitales, hasta botados en calle ya viejos, sin más plusvalía qué exprimir, o por miles en la Guajira, donde el agua para niños, ancianos, gentes, encontró mejor destino en cebar reses. En esta tierra del Señor los pobres valen menos que un ternero.
Aunque durante dos siglos hubo un discurso político que los invocó, aun en normas que despojaban los exiguos derechos, alegaba hacerlo para felicidad de los menesterosos. Porque los poderosos querían quedar bien con Jesucristo, que declaró amor a los pobres, o porque desde finales del siglo XIX se niega la lucha de clases en el entonces país del Corazón de Jesús, temiendo la rebelión.
Alguna vez los pobres estuvieron de moda. No para cambiar su situación, en Colombia se derogó la promesa de felicidad de las revoluciones liberales, y más que al Sagrado Corazón impera la devoción a La Mano Invisible (del mercado), la preconizada por Adam Smith, que ha de retribuir ganancias a los ricos y consuelo al resto, pues, según los adoradores de esta fe, su condición de parias se la tienen ganada por no ahorrar, por borrachos, o por lo que sea, que si los castiga la santa mano invisible lo merecen. El odio a los necesitados siempre ha existido. En 1995 la española Adela Cortina, catedrática de ética y filosofía política, acuñó el término aporofobia (del griego aporos: pobre y fobeo: odio, miedo) para designar este sentimiento de aversión a los menesterosos. La expresión afectiva de la lucha de los ricos contra los pobres, porque cuando se trata de su correspondencia, del odio del desheredado al opresor, se le tilda resentimiento, así como a su fe se le llama superchería, a su arte artesanía, a su elegancia cursilería. Y al ideario que los reivindica lo clasifican populismo.
Ahora, los que no saben llevar el lujo, los que no pueden volver a ingresar a los edificios que construyen porque deslucen esos lugares; los que no pueden entrar a clubes de ricos, así sean candidatos presidenciales invitados a exponer políticas para los potentados; los excomulgados de apoyo estatal por no saber producir la tierra, modelo Carimagua; cuyo derecho a la propiedad deja de ser sagrado y se autoriza robarles la finca, luego congresistas fascistas, con una recua de notarios cagatintas, legalizarán el despojo… ¡esos a los que nunca les quedan bien las modas ya no están de moda! Peor: causan repudio. Por eso resuenan con creciente frecuencia los insultos: “Asalariado de mierda”, “pobretón hijueputa”, “qué asco esta gente que se gana un salario mínimo”, “yo soy rica parcero y voté por Duque… los paramilitares son amigos míos”, sumados a las tradicionales expresiones de: “usted no sabe quien soy yo” o “usted no sabe con quien se metió”.
Tal aborrecimiento se relanza en la campaña presidencial colombiana de 2018, cuando para detener el avance de Gustavo Petro, candidato de los humillados y ofendidos, se dio la alianza del empresariado colombiano con los emergentes, esencialmente el malevaje antioqueño, donde ambas partes se igualan por lo bajo, con valores gansteriles bajo la divisa del enriquecimiento veloz. Y en el odio a los pobres que en los plutócratas se da por saber que sólo los trabajadores crean riqueza, que dependen del trabajo del despojado. Los emergentes en cambio, que vienen del sector más degradado de la sociedad, el lumpen proletariado, repugnan la vista de un pobre porque les recuerda de dónde vienen, y adónde no quieren volver. No es una exclusividad lumpesca abominar la cuna, personajes que ganan notoriedad social dedican extremadosesfuerzos a borrar que fueron pobres, como algunos personajillos de izquierda que pasan a militar en la derecha y “lavan la hoja de vida” de su pasado rebelde.
Ahora los lumpen se sienten ricos, para humillar a otros miserables, y los ricos se lumpenizan, para alzarse con el erario, implementan políticas públicas para clavar inocentes a la cruz donde se les martilla y ultraja. Cuando ya no es problema de producción sino de distribución, suena este gobierno la trompeta del incendio de clases, que antes esperaba el llamado proletario a luchas estratégicas; porque así como en la misma alianza, los creyentes de “la mano invisible” con los fieles de “la mano negra”, hicieron una contrareforma agraria preventiva, lanzan ahora su lucha de clases, preventiva.
En tanto, entre oficios impíos resuena el llamado al yira yira, con el pucho de la vida apretado entre los labios, para unirse al baile de los que sobran, porque soy humilde, porque nada valgo, porque nada tengo. A seguir la condena a desaparecer ignorados de la historia, donde cualquier tumba es igual…o elijan lo contrario, cuando entiendan que el único honor posible viene del trabajo, y decidan tejer otro destino: lo cual es un imperativo ético de la humanidad.
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José Darío Castrillón Orozco
Foto obtenida de: Las2orillas
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