En el fondo, lo que tiene lugar en el régimen político es el recrudecimiento y la complicación de un desajuste en su funcionamiento, el de un gobierno que, habiendo nacido por una mayoría popular en la elección presidencial, es apenas una minoría en el Congreso, también este último de origen popular; un gobierno que además tiene pretensiones alternativas, las del cambio social; apersonado de un programa que, de todos modos, tiene que pasar por el cedazo de los otros poderes públicos: por el retén del Legislativo, en donde concurren muchas fuerzas políticas, animadas por intereses variopintos; e igualmente, por el poder judicial, armatura de una multiplicidad de leyes formales, referentes inevitables y complejos de constitucionalidad, en cuyos pliegues coexisten visiones sostenibles, razonamientos coherentes, pero también prejuicios doctrinarios, sesgos políticos y así mismo intereses de distinta índole
Tensiones en el sistema democrático
El ascenso al poder de un líder de las contra-élites, como Gustavo Petro -alternancia efectiva, no simple recambio de agentes tradicionales, y no hablo de cuál es más eficaz o éticamente mejor-, ha sido una experiencia activadora de tensiones que dan expresión a las contradicciones de un sistema democrático, esas que componen su engranaje y su funcionamiento; sin que importe por lo pronto que se trate de una democracia imperfecta, como ha calificado a la colombiana en su más reciente medición la revista londinense The Economist.
El punto de partida de las tensiones es la que surge entre la democracia propiamente dicha, la de la participación popular que da nacimiento a algunas de las autoridades claves; y, por otra parte, el estado de derecho, sobre todo vertido en uno de sus moldes, la división de poderes, indispensable ésta en el control del mismo poder. Con la democracia, el genio invisible que vive en la política desencadena el poder del ciudadano; a su turno, con el estado de derecho, erige la ley como control, una de cuyas encarnaciones es la pluralidad de órganos del poder. Es una relación, a partir de esa división de poderes, en la que puede surgir una corriente de tensiones entre el Ejecutivo y el Legislativo, alrededor de las leyes, llamadas a ser aprobadas.
Siendo presidencialista, como lo es, el régimen colombiano; dos de los órganos, Gobierno y Congreso, tienen origen popular y son soberanos, parte sustantiva de la soberanía estatal. Ninguno depende del otro. Esa división entre Ejecutivo y Legislativo implica una separación funcional que, por supuesto puede fracturar la misión común del Estado, una tendencia centrífuga del orden institucional, esa que toma impulso hacia los extremos; y que, en principio, debe ser morigerada por la colaboración mutua de esos mismos órganos del poder, tendencia centrípeta, que garantiza la estabilidad y la marcha del Estado. Fuga a los extremos y re-centramiento constituyen un juego en cuyo marco toman cauce por cierto las determinaciones en las que debiera plasmarse con mayor o menor fidelidad el programa de gobierno, justamente el que haya resultado ganador en las elecciones, es lo ideal.
Ingobernabilidad con la Agenda
Solo que esa colaboración mutua entre Congreso y Ejecutivo pasa por el aro correoso del juego de competencia -ganador y perdedor- entre gobierno y oposición. Que finalmente se convierte en la desapacible pero inevitable disputa por el poder, razón del pluralismo en la democracia.
Esa disputa, con toda la polarización y la incertidumbre implicadas en un juego de poderes- el de las peleas y acercamientos, el de las trampas y las lealtades, el de la corrupción y la legalidad- incluye como posibilidad el hecho de que el gobierno no disponga de las mayorías en el Congreso, circunstancia que dificulta enormemente el camino de las propuestas oficiales y que puede malograr el tránsito de sus reformas constitucionales, algo que obliga a pensar en el coalicionismo y en la construcción de consensos, los mismos que exigen por cierto la práctica de las concesiones recíprocas.
Que al no materializarse, por falta de voluntad o por distancias ideológicas, por condiciones objetivas o por estrategias políticas, forman una situación crítica, que se abre a las playas áridas de un bloqueo que refleja el reino de las discrepancias sin solución; las mismas que terminan por fluir; o mejor, por no fluir, entrampadas como quedan en los corto-circuitos de la polaridad Gobierno-Oposición. Y que, en otras palabras, provoca la ingobernabilidad respecto de las reformas que el sistema requiere, razones de cambio que no llegan a hacerse realidad.
¿Democracia refrendaria?
Sin la posibilidad de coaliciones mayoritarias ni de consensos específicos, cabe entonces la democracia participativa, contemplada en la Constitución; la de los referendos, plebiscitos y consultas. Solo que tal como están dispuestos los mecanismos en la ley 134, no alcanzan, o casi no alcanzan, a viabilizar las decisiones populares; no permiten materialmente la aprobación de las proposiciones que se ponen a consideración del público: no quedan plasmadas unas determinaciones, nacidas de la voluntad popular, ya que los requisitos no lo facilitan, según lo enseña la experiencia y los niveles bajos de participación en la democracia colombiana.
Una flexibilización de esas exigencias permitiría liberar la democracia participativa, para dar lugar a una especie de mixtura entre la democracia representativa y una democracia refrendaria, al estilo de la suiza. Con una integración que no solo enriquezca pedagógica y vitalmente la conciencia ciudadana, algo parecido a lo que quería Rousseau, sino que ayude funcionalmente a superar en algunas coyunturas políticas el pantano de un sistema de partidos muy fragmentado; y además por ahora, sin un espíritu de coalicionismo mayoritario; todo ello en momentos históricos en los que comienza a configurarse la posibilidad de una alternancia en el poder entre opciones distanciadas, no solo en materia ideológica, sino en el proceso mismo de conformarse como élites, diferenciadas por su identidad cultural y social.
Ricardo García Duarte
Foto tomada de: Bloomberg Línea
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